A escuchar malas palabras. Los españoles que he conocido llegaron a la conclusión de que los argentinos éramos exageradamente remilgados al hablar. Palabras tales como “cu**” y “p***”, entre otras, las decimos sólo en contadísimas ocasiones. Pero en España no existe el más mínimo tabú lingüístico y todas las palabras están permitidas. Incluso las dicen en la tele, en horarios aptos para todo público. Hasta los profesores las dicen en las clases, sin sospechar mi espanto.
A cantar las canciones de Marisol. Por cada una que aprendo, me olvido otra de Chiquititas.
A abandonar las pastas rellenas. Casi me caí al piso cuando una amiga española me preguntó qué era la ricota. Ella también me miró raro cuando un día me dispuse a amasar mis propios ñoquis.
A almorzar con Aquí no hay quien viva de fondo. Y a aprenderme los nombres y carreras de todos sus actores, gracias a mis amigos españoles.
A que “concha” y “coger” no signifiquen nada nada más que “caracol” y “tomar”.
A ni siquiera molestarme en salir de mi casa entre las 2 y las cinco. Porque todo el mundo está durmiendo la siesta y no va a haber nada abierto, con lo cual…
¡Me acostumbré a dormir la siesta! Y cuando vuelvo a Argentina de visita, no puedo evitar sentir modorra después de almorzar.
A ver al Rey en la televisión en Navidad. La única persona a la que los argentinos esperamos ver religiosamente el 24 de diciembre a la noche es Papá Noel. Pero en España todo el mundo mira el discurso nocturno del Rey.
A que los “chetos” pasen a ser “pijos”. Y los chicos con estilos poco serios, “canis” y “chonis”; y los “machetes”, “chuletas”; las “materias”, “asignaturas” y “laburar”, “currar”.
A que la hora válida para almorzar sea a partir de las dos de la tarde. En Argentina puede llegar a ser incluso antes de las doce del mediodía, si uno está apurado. Pero en España la gente se refiere a las doce como “la mañana”.
A no cenar nunca antes de las nueve.
A ser más fiaca. En Argentina me volvía loca si tenía algo para hacer y lo resolvía inmediatamente. Luego de tres años en España, puedo pasarme meses postergando un trámite. Y está bien, no hay problema: la vida es mucho más relajada.
A decir “pereza” en lugar de “fiaca”.
A no levantarme JAMÁS antes de las nueve. Mi horario académico empezaba a las siete en Buenos Aires, lo que les resulta aterrador a mis amigos españoles. Viviendo en España, el mundo tiene suerte si opto por levantarme antes de la una de la tarde.
A no acostarme JAMÁS antes de la una. Mi bedtime española oscila entre las dos y las cinco am, incluso en días hábiles.
A que el PP y PSOE sean más que siglas. Y a que, a menos que no quiera escuchar una angustiosa queja de veinte minutos, no me conviene mencionarlas.
A encontrarme con una tal Belén Esteban cada vez que prendo la tele. Y a tratar de evitarlo, aunque sin éxito hasta ahora…
A tararear la musiquita de Cuéntame cómo pasó. Además de engancharlo a toda hora en la tele: a la madrugada, a la tarde, a la mañana…
A que la gente no quiera ver cosas con subtítulos. Por mucho que me duela y les insista con que no puedo aguantar los doblajes.
A ver en la tele noticias sobre Argentina que me alarman mucho. Y también a descubrir que no fue más que otra exageración periodística en cuanto llamo espantadísima a mi mamá y le pregunto por el tema.
A que la gente se vaya “al pueblo” en verano. Lo que casi siempre significa que van a pasar las vacaciones con sus abuelos o parientes que viven en las pequeñas poblaciones cercanas a sus respectivas ciudades.
A dejar de comer carne como en Argentina. Y reemplazar a la vaca por pollo, pavo o jamón.
A comer doce uvas en Año Nuevo. A las doce en punto, una uva por cada campanada. Y no solo en Año Nuevo, sino también en la Nochevieja universitaria… léase: el reventón anterior a las vacaciones de invierno.
A que los climas sean siempre extremos. Y a extrañar esos agradables climas templaditos de Buenos Aires…