Un viaje por el <em>street art</em> de Cuenca

by Gilda Selis 7 Feb 2015

Quien se anime a subir 439 escalones llegará al Mirador Turi en la ciudad de Cuenca, Ecuador. La vista panorámica será algo así: una urbe cruzada por cuatro ríos, casas de techos rojos a dos aguas y mucha vegetación. Con los binoculares podrá jugar a buscar lugares específicos y encontrará también fachadas bien conservadas, adoquines, balcones barrocos e iglesias que sobresalen por sus cúpulas de estilo gótico y renacentista. Desde la cima, lo único que rompe la armonía de esta ciudad colonial es el viento que obliga a pestañear más seguido. A lo lejos, unos rayos de sol se cuelan entre las nubes encajonadas y las montañas del Parque Nacional «El Cajas».
Desde su fundación, los cuencanos tuvieron una ferviente fe hacia la religión católica por lo que por mucho tiempo Cuenca tuvo fama de urbe conventual en extremo. Hay más de veinte iglesias en un espacio reducido. Pero hay otra faceta que no aparece reflejada en las guías de viaje. Se trata de la ciudad que habla a través de sus paredes.

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Basta con alejarse algunas cuadras del centro histórico ─declarado Patrimonio de la Humanidad en 1999─ para que empiecen a asomarse los murales. Cada cien metros, las paredes se vuelven un lienzo y la ciudad un museo abierto donde conviven todo tipo de temáticas y técnicas. Desde retratos de ancianos con piel curtida, pasando por raíces que nacen de un puño hasta un graffiti que grita: «Yo prefiero los sanduches de la gorda, fuera Mc Donalds» rodeado de figuras de hip hop. También hay consignas políticas: «No a Monsanto», «Destapemos la memoria» y «Qué les estamos enseñando a nuestros hijos».

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La caja de aerosoles de Paul Desmond es su banco de apoyo para llegar a lo más alto del muro. Mientras delinea, algunos turistas con miradas curiosas son testigo de lo que hace. Paul es uno de los artistas que participa en la intervención colectiva para decorar las paredes del Colegio Hermano Miguel La Salle, fundado en 1950 en la Avenida Solano. El pedido lo realizó el cura rector consiguiéndoles hasta la pintura que necesitaban para cubrir la manzana.

Empecé cuando tenía 17 años haciendo tags (firmas). Investigando, me gustó y a partir de ahí cambió mi vida. Si no hubiera empezado a hacer graffitis no creo que hubiera estudiado en la universidad, dice.

Hoy es diseñador y cuando habla se le nota la pasión y las ganas de compartir su arte.
Los murales llevan desde pocas horas hasta días enteros de trabajo. Los artistas son meticulosos en los detalles. Pintan de día y de noche. El olor del aerosol ya no agrede su sentido del olfato; desde chicos aprendieron a dibujar con pinturas sintéticas. Muchos como Paul empezaron a graffitear durante la adolescencia como un acto de rebeldía, pero luego ─o quizás por esto─ se interesaron en el arte y hasta se convirtieron en profesionales.

Pintando en las paredes sentís que tu arte no es solo para vos sino para que lo disfrute todo el mundo. Lo pueden ver todas las personas, sin diferenciación de clases.

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Si bien el street art fue tradicionalmente pintado al amparo de la noche, de forma ilegal y aún en la mayoría de las ciudades de Europa es visto como vandalismo y penado por la ley, en otros lugares como Valparaíso, Bogotá, Montevideo y Buenos Aires las expresiones callejeras son cada vez más aceptadas. En Ecuador, el movimiento de arte urbano está en plena ebullición aunque tiene características distintas según las ciudades. El caso de Cuenca es especial. Es que la llamada «Atenas del Ecuador» por su arquitectura y su aporte a las artes y ciencias es la única localidad del país que cuenta con una Ordenanza Municipal que regula el arte callejero.

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La ordenanza aprobada por el Consejo cantonal en el 2013 pone énfasis en proveer una salida para los artistas jóvenes en lugar de castigarlos. Además regula los espacios libres de intervención y los prohibidos ‒como las fachadas del centro histórico‒ y contempla un presupuesto anual para impulsar la actividad como la compra de pintura aunque los artistas aseguran que esto no se estaría cumpliendo.
Paul Desmond cuenta que por lo general los cuencanos ven los murales con buenos ojos, se acercan, conversan, fotografían, y luego ellos mismos ─sin intervención del gobierno─ les dan permiso para pintar las fachadas de sus casas y hasta les ofrecen trabajo para decorar sus negocios. Para algunos el street art se convirtió en una salida laboral.

Tengo amigos que han estudiado en la universidad y les va mucho mejor pintando al aire libre que guardando sus trabajos para museos y galerías.

Desmond dice que la calle les da visibilidad.

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Muchos de los que hoy pintan en Cuenca son estudiantes especializados en arte, diseñadores e incluso profesores universitarios. Según los entrevistados, los graffiteros que hacen tags son adolescentes de entre 15 y 20 años mientras que los que hacen murales artísticos son mayores de edad y profesionales. Esto no es casual; la Universidad de Cuenca ─la tercera más antigua de Ecuador─ es una de las mejores casas de estudio del país y ofrece muchas carreras relacionadas al arte.

En Cuenca las pintadas van ocupando el espacio vacío de las paredes de cemento que de a poco se llenan de color. Los artistas no solo forman verdades obras de arte ─aunque efímeras─ sino que utilizan estos espacios como plataformas de exhibición y como una forma de libertad de expresión.

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Lo interesante no es solo lo que se ve, la mezcla de colores, formas y figuras, sino que cada obra cuenta una historia. La calle se vuelve un museo de arte viviente con mensajes políticos, sociales o estéticos. Y muchas veces son estas expresiones las que reflejan la cultura local y las que mejor miden el termómetro del momento social que se está viviendo en un lugar.


Esos momentos no aparecen en los museos tradicionales y para reconocerlos no hace falta gastar ni un solo centavo; solo hay que caminar por la calle y descubrir lo que dicen las paredes.

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Este artículo fue publicado originariamente en Mi Bitácora de Viajes / Blog de la Editorial Sudpol – Travel Books, y se reproduce aquí con permiso de la autora.