Photo: Andry Rodriguez/Shutterstock

Maracaibo en blanco y negro

by Carolina Lozada 3 Mar 2011
Carolina Lozada persigue las huellas del pasado en Maracaibo, la ciudad petrolera de Venezuela, hoy «acosada por contradicciones».

MARACAIBO es conocida como la ciudad petrolera de Venezuela.

Su principal vía de acceso terrestre es un puente de más de ocho kilómetros de extensión que se eleva sobre un lago de grandes dimensiones. La ciudad es explayada, extrovertida, ambigua, calurosa; tanto que si uno se expone un rato al sol siente que puede desintegrarse gradualmente, como hormiga bajo una lupa.

Pero Maracaibo también tiene sus refugios: los beneficios económicos del petróleo, el desparpajado buen humor y el ingenio de su gente, la brisa del lago que apacigua las fraguas de Hefesto al mediar las tardes. (El traer a colación el nombre griego de Hefesto en esta nota no es fortuito. Muchos habitantes de Maracaibo tienen predilección por usar onomásticos griegos; así que no es raro encontrar en las guías telefónicas a Sócrates, Aristóteles, Eurípides, Hermes, Temístocles, Demetrio, entre otros.)

En las noches de marzo, la brisa se extiende por Santa Lucía, un barrio típico de otra época, de estilo neocolonial, con zaguanes y fachadas coloridas, cuyos interiores son intervenidos por instalaciones artísticas en la llamada Velada de Santa Lucía: un proyecto artístico que este año llega a su XI edición el 3 y 4 de marzo.

Creadores nacionales e invitados de otros países se dan a la tarea de hacer de las casas y calles de Santa Lucía sus galerías portátiles, logrando una interesante simbiosis entre los distintos discursos del arte, las manifestaciones religiosas y el fluir cotidiano de esa particular comunidad ubicada cerca del antiguo casco central de la ciudad.

Ese casco central da cuenta de un pasado en el que la prosperidad se empezó a asomar en la construcción de edificios y el desarrollo de medios de transporte para favorecer el intercambio comercial, y más tarde el flujo petrolero hacia el exterior. De ese pasado arquitectónico quedan algunos significativos vestigios como el teatro Baralt, construido a finales del siglo XIX, lugar donde por primera vez tuvo lugar una función de cine en Venezuela, y que en los años sesenta y setenta del siglo XX degenerara en una sala que proyectaba los primeros escarceos del cine porno.

Eran los tiempos de las atrevidas Isabel “Coca” Sarli y Libertad Leblanc, las divas argentinas del erotismo popular. Actualmente, el Baralt funciona como uno de los más importantes espacios culturales de la capital zuliana. Muy cerca del Baralt está el antiguo hotel Victoria, donde supuestamente se hospedó Papillón, el célebre evadido francés, en sus primeros pasos por Maracaibo luego de escapar de las cárceles del Dorado y la Isla del Diablo.

En mi última visita a Maracaibo me fui a perseguir las huellas del pasado. Transité la avenida Falcón, donde vi el fantasma desmoronado del antiquísimo y lujoso hotel Granada, la última estación de Carlos Gardel antes de partir a su muerte en Colombia.

Al menguar la tarde visité el Centro de Arte Lía Bermúdez, una construcción arquitectónica estilo Art Decó, que en principio funcionaba como el mercado principal de la ciudad, y que una vez rescatada de la soledad del desuso se convirtió en lo que es hoy día. Frente a esta construcción inglesa observé el lento desplazamiento de una piragua que navegaba las aguas del lago; mientras la veía a lo lejos, imaginé la presencia de viejos barcos de vapor, manejados por capitanes británicos y barbados, olfateando el oro negro que algún día irrumpiría en estas tierras.

Me senté luego en una butaca del Baralt a presenciar un espectáculo de flamenco, baile muy celebrado en las escuelas de danza de la ciudad. Y mientras los bailarines golpeaban el piso con sus tacones gruesos y daban palmadas en el aire, yo miraba alrededor las paredes, cortinas y el techo de tan vistoso teatro, y me imaginaba acompañada de antiguos espectadores, ataviados con sombreros, presenciando asombrados las primeras imágenes en movimiento heredadas de los hermanos Lumière, y que en Latinoamérica el marabino Manuel Trujillo Durán sería uno de los pioneros en hacer y mostrar.

Caminé por último hasta el hotel Victoria, me paré frente a sus balcones para ver si Papillón se asomaba. Sólo vi el pasado, un lugar que la modernidad arrinconó como las vitrinas de las abuelas.

Partí de una ciudad acosada por contradicciones: tan rica y sin poder solventar del todo la pobreza. Crucé el celebrado puente; lo admito, siempre me ha gustado hacerlo, experimento una sensación placentera y siniestra: por un lado contemplo la inmensidad natural del lago y la disfruto, pero por otro lado siento el vértigo de su profundidad mordiéndome los pies.