5 cosas que aprendí viajando como introvertida

by Ana Bulnes 2 Oct 2017

Hubo una parte de mis contactos que se sorprendió cuando a los 20 años decidí irme sola de Erasmus a Praga. La misma persona que se pasó los primeros años de primaria llorando en la entrada del cole esperando a su hermana, en una mezcla de pánico a ir sola hasta el autobús escolar (¡horror!) y pánico a perder ese autobús (¡fin del mundo!); la misma persona que parecía preferir los libros y la música a la gente; esa persona que, por lo general, evitaba los riesgos iba a subirse a un avión (¡el primero de su vida!) y vivir en un ex-satélite soviético.

A mí, que para algo fui quien tomó la decisión, no me sorprendió lo más mínimo. Me iba a Praga, no a un pueblo en Siberia, y decir que me iba sola cuando me iba de Erasmus es no entender muy bien en qué consiste ser Erasmus. Aunque ya había viajado mucho con mis padres y con amigos, veo ese año como el de inicio de mi vida como viajera independiente. Creemos un poco que el mundo es de los extravertidos, pero no hay más que salir a ver ese mundo para descubrir que también es nuestro, de los que estamos al otro lado del espectro. Estas son algunas de las cosas que he ido aprendiendo.

1. Hay dos razones por las que digo «no» (y solo una está mal)

Situación: el hostel más barato que he podido encontrar, quizá en Riga, quizá en Gante. En la cocina común, entablo conversación con un grupo de viajeros (la entablan conmigo, entiéndase, rara vez soy yo quien inicia el intercambio). Se habla de salir a cenar, de hacer turismo juntos al día siguiente, de lo que sea. Sonrío y saco mi Bartleby interior: «preferiría no hacerlo».

En el Olimpo de los viajeros, el sector extravertido (numeroso y en los puestos directivos) me mira con horror: «¡no sabes viajar! ¡viajar es conocer gente, hacer cosas con gente, gente, gente! ¡para estar sola podías haberte quedado en casa!» A veces, es mi propio cerebro introvertido el que lo repite mientras ve al grupo de mochileros abandonar el hostel sin mí. Toca analizar: ¿fue un «no» de los buenos o de los malos? El «no» malo es el propiciado más por mi rama tímida que por la introvertida, el que surge de un «¿y si…?» lleno de miedo. ¿Y si no lo paso bien? ¿y si me caen mal? ¿y si les caigo mal? ¿y si quieren ir a una discoteca de música horrible y yo ya he dicho que voy y no puedo retractarme y de pronto estoy bailando Despacito y pasa algún conocido aquí en Riga y me ve y toda mi reputación se hunde? ¿y si…? En realidad, estaba deseando ir, pero ¿y si…?

Pero hay otro «no» que no solo es aceptable, sino necesario. La definición más básica de los introvertidos dice que somos personas que necesitan estar solas para recargar una batería que se va gastando cuando estamos con gente (los extravertidos son al revés). En mi caso, ese cansancio se traduce en simple mal humor: hablo menos aún mientras pienso que todo lo que están diciendo son tonterías. Y casi mejor, porque si tengo confianza y hablo o llego a un nivel de malestar muy alto, sale mi lado oscuro. No es personal, simplemente tendría que haber dicho «no» y hacer el equivalente a enchufar el móvil: estar sola y a mi aire un rato.

2. La tecnología es mi amiga

Volvamos a esa escena del colegio. En cuanto aprendí que no pasaba nada por llegar al autobús sin mi hermana, algo encajó en mí, porque descubrí que no iba a perder nunca el autobús. Y aquí estamos, unos cuantos años después, y sigo sin haber perdido nunca un medio de transporte. A los introvertidos, dice la teoría, nos gusta tener las cosas bajo control, valorar distintos escenarios, visualizar situaciones. Mi puntualidad viajera llega por ahí: calculo espacios y tiempos. Dónde estoy, adónde tengo que llegar, cuánto tiempo necesitaré.

La preparación y la planificación son básicas para todo esto, algo para lo que debo dar gracias eternas a la existencia de internet. Puedo preguntarle a Google Maps cómo llegar a un sitio y cuánto tardaré, puedo ver la puerta del hostel en cuestión en Street View (soy un poco adicta a Street View), puedo buscar precios, opiniones, fotos, consejos. Y, lo más importante, puedo imaginarme llegando a esos lugares, algo aparentemente estúpido, pero, según parece, muy importante para que los introvertidos salgamos al mundo. Si después nada sale como lo habíamos planeado, si los sitios son distintos, si la conversación con el camarero del bar no se desarrolla exactamente como en nuestra cabeza, no pasa nada. La planificación ayuda a superar el momento crítico, el de la anticipación. Una vez en la calle, en realidad, ya todo da igual.

3. Viajar sola no es la única opción

Fue también a los 20 años, durante ese año en Praga, cuando hice mi primer viaje sola. Cogí un autobús y bajé 24 horas después en Tallín para pasar una semana por los países bálticos. Preparé el viaje sin dar opción a nadie a que me acompañase, dejando claro que quería ir sola. Supongo que tuve dudas y algo de miedo en algún momento, pero recuerdo solo la felicidad de estar sentada en unas escaleras en la plaza central de Tallín, la alegría de la arquitectura modernista en Riga, las fotos a las nubes en Vilna. Durante mucho tiempo, creí que viajar en solitario era la solución a todos mis problemas.

Volver a viajar con amigos fue un pequeño reto. ¿Aguantaría esa intensidad de 24 horas, de día tras día o saldría mi ogro interior a gruñir y espantarlos? Resulta que en realidad lo de las 24 horas es mentira, ¡podemos separarnos! Cuando en marzo fui a Italia con dos amigas, por ejemplo, pasamos el último día en Bolonia por separado: Cris se fue a Padua a hacer una visita familiar, Raquel se quedó explorando Bolonia, yo hice una excursión a Florencia porque, ejem, me había olvidado el móvil en un restaurante y tenía que recuperarlo. Nos encontramos para cenar, todas con historias nuevas y distintas, de buen humor y con la batería social al 100%.

4. El slow travel requiere un cuaderno, postales y una librería

Dice la teoría que los introvertidos somos básicamente gente más sensible a los estímulos del mundo exterior: los extravertidos buscan esa estimulación, nosotros nos pasamos media vida sobreestimulados y con ganas de encerrarnos en una habitación en silencio. Viajar, así a priori, no parece una buena idea, al menos si entendemos viajar como ver el mayor número de cosas en el menor tiempo posible. Pero hay muchas formas de viajar.

En plena era de velocidad y listas en las que tachar todo lo que has visto, el slow travel —el viaje lento— es la salvación de los introvertidos. Llegar a un sitio. Callejear, perderse, encontrar un café, una plaza, un parque y sentarse a leer, a escribir, a simplemente observar. Cómo cambia la luz, la gente, el cielo. Para estos momentos de pausa, aunque no es imprescindible, a mí me gusta tener siempre un cuaderno a mano (e internet —la tentación— lejos). Son también los momentos que busco y aprovecho para escribir postales pudiendo mirar a mi alrededor y contar lo que está pasando. Ir a librerías y comprar libros ambientados en el lugar en el que estoy es también parte de la experiencia: en Boston (paraíso bibliófilo, por cierto) compré The Bostonians de Henry James y lo empecé a leer en el parque (con poco éxito, las ardillas me distraían).

5. No tiene sentido sentirse culpable por no viajar como el resto

A veces pasa. Decimos que no porque de verdad lo necesitamos o pasamos tres días en uno de esos lugares de los que se dice que «se ve en una tarde» (Bratislava es el ejemplo de siempre). Y sabemos que la decisión va algo a contracorriente: ¿no deberíamos ir con ese grupo del hostel que ha quedado para recorrer la ciudad? ¿no deberíamos dejar de perder el tiempo en Bratislava y aprovechar esos tres días para tachar también Budapest y Viena de la lista de lugares por visitar? ¿es que no sabemos viajar, maldita sea?

Poco a poco, viaje a viaje, todas esas preguntas y sentimientos de culpabilidad van quedando atrás. Mis mejores viajes son siempre aquellos en los que sé reservar esos momentos de soledad y contemplación, en los que se me pasa la tarde en un parque viendo a gente hacer acrobacias, escuchando el sonido de las bicis sobre la tierra, haciendo fotos al cielo, intentando crear conexiones telepáticas con esa ardilla que se me ha quedado mirando. Pensando que he tachado menos ciudades, pero muchos más trocitos de mundo.