Photo: Galicia Sustentable

5 situaciones viajeras que son ya cosa del pasado

by Sonsoles Lozano 30 Oct 2019

Cómo hemos cambiado… O quizás nosotros no tanto y lo que cambió solamente es el mundo, mientras vamos detrás intentando seguirle el ritmo.

Es evidente que con la aparición de la tecnología y sobre todo Internet, nuestro mundo, hábitos, modos de relacionarnos —incluso de pensar— se han modificado radicalmente.

Para viajeras como yo, que puso la mochila fuera de casa hace más de 20 años, los cambios son más que evidentes.

Ahí os cuento un puñadito de situaciones que me pasaban hace unos años y ahora ya no.

1. Buscar un teléfono público al llegar a cada destino

«Llámame cuando llegues», frase de madre de toda la vida. Hoy día es fácil cumplir con esa señora preocupada y ocupada que sufre en la distancia. Un golpecito de dedos en la pantalla del móvil y ya está avisada; wassapeada. En cuestión de pocos segundos, la señora se queda más tranquila y nosotros libres de esa responsabilidad. Y gratis.

Cuando yo empecé a viajar, hace más de veinte años, no era ni tan fácil ni tan inmediato cumplir con la tarea. No existían ni internet ni los teléfonos móviles, así que había que buscarse la vida.

Nada más llegar a cada destino, tocaba ponerse en marcha a la búsqueda de una cabina telefónica, locutorio o, en algunos casos, localizar el único teléfono disponible en el pueblo de turno. Podía ser el teléfono del ayuntamiento, de la casa del pueblo, del colegio o de un particular que cobraba por dejarte llamar.

Llegabas hecha polvo del día, la espalda destrozada de la mochila, llena de polvo del camino, medio mareada por esos autobuses en los que compartías espacio con humanos, gallinas y hasta cabras. En ese estado medio zombi en el que llegabas, tras mil pesquisas para encontrar alojamiento (porque esa es otra, de Booking y Airbnb olvídate), lo que más deseabas era tumbarte a descansar. Por fin podrías darte una ducha y tumbarte en la camita o en una hamaca. Pero no, aún te queda localizar el maldito teléfono. Con suerte, tu hostel tenía teléfono. En este caso seguramente tenías que esperar una larga cola porque no eras la única con la misma misión. Y si no, a la calle de nuevo a buscarte la vida. Y tampoco era gratis. Tenías que «hablar por conferencia», lo que te costaba rascarte el bolsillito.

Pero, eso sí, ¿cuántas amistades de viaje he sacado de esas colas esperando mi turno al teléfono? Unas pocas.

¿Cuántas veces he terminado cenando en una casa local tras la aventura de dar con el teléfono en esa casa? Alguna vez.

¿Cuántos lugares y situaciones curiosas he conocido gracias a tener que mover el culo para comunicarme con mi familia? Muchísimas.

¿Me sentía más libre sin móvil, sin tener esa sensación de estar continuamente «rastreada»? Infinitamente.

2. Orientación analógica (y lógica)

¡Cómo os gusta la bolita azul del Google Maps! Lo admito, a mí también me gusta, a pesar de haber adormilado totalmente mi capacidad de orientación natural. Poco se habla de que la bolita del Google Maps es más eficaz que el opio.

Antes, ibas con tu mapa o mapas de papel. ¿Esos que abrirlos era inquietante, pero cerrarlos imposible? Esos.

Llegabas a una oficina de turismo, pillabas todos los folletos del mundo como si no hubiese mañana y, aunque llevabas ya un mapa, pedías dos más por si acaso.
No contábamos con Google Maps ni aplicaciones de brújulas ni internet para ir viendo actividades e información sobre cada día. Todo era totalmente analógico y cercano. Tu principal fuente de información: los locales. Y te digo, es mil veces más satisfactoria que lo que te cuenten en internet.

Si tu intuición, sentido común y buena capacidad para leer un mapa te decían que “ese” camino del mapa debía de coincidir con “ese” que tienes ahora justo a tu derecha, allá que ibas. Y si al llegar al final o en mitad del camino, algo te indicaba que no, que estabas equivocada, pues tocaba dar marcha atrás y rectificar.

Pasaba que te tirabas media hora dándole vueltas a un mapa para encontrar tu posición real respecto al plano. También sucedía que si tomabas una dirección y te equivocabas de sentido, tenías que recorrer unas pocas manzanas para darte cuenta del error.

¿Cuántas serendipias se han dado justamente en los caminos «erróneos» (o quizás eran los más acertados)? Muchas.

¿Cuántos lugares «auténticos» he descubierto, justamente por preguntar a los locales y no tener ninguna referencia de internet? Ni los puedo contar.

3. ¿Yu espik inglis?

¡Ay! la cuestión de los idiomas. ¡Ay! (x2), la cuestión de los españoles con los idiomas. ¡Ay! (x3), ese «nivel medio» de inglés que todos teníamos puesto en el CV sin ningún tipo de pudor.

Recuerdo mi primer viaje por Europa. Fue en el primer boom del Interrail. Tuvimos a bien hacer falsificar el pase de Interrail y no nos pillaron ni una sola vez. Lo que sí pillaron fue nuestro acento de mierda porque nos comunicábamos como monos hablando con otros monos (mucha expresión corporal, mucha mano en el aire, mucha sonrisa por si acaso, y mucho «zenkiu» porque la educación que no falte nunca. Y llegamos a donde quisimos, conseguimos lo que necesitamos y descubrimos que el lenguaje verbal no es la única forma de comunicación, que se puede conectar con personas sin tener una lengua en común.

Personalmente, he tenido oportunidad en mi vida de aprender correctamente el inglés y algunos idiomas más, así que todo está en orden actualmente. Pero cuando hoy día escucho a gente decir que no viaja porque le da miedo o vergüenza el tema del idioma, me dan ganas de empezar a repartir leches. Hoy en día tenéis Google Translate, un montón de aplicaciones de traducción simultánea y un mundo lleno de viajeros por todos los caminos hablando un idioma común y universal: el inglés pésimo. Así que no me vengáis con excusas.

4. No compartía fotos de mí misma por el mundo

Haciéndome un selfie analógico en Marruecos (nótese la pera y el cable disparador que estoy apretando con el pie).

Fíjate que soy bloggera, instagramera y todos los «eras» de esta nueva era (valga la redundancia), pero si hay algo a lo que aún no termino de acostumbrarme ni con lo que me termino de sentir cómoda es con la fiebre selfie. No me voy a extender sobre lo vanidoso, lo superfluo y lo tremendamente vacío que me parece estar continuamente mostrando tu cara en redes, como si fuese la última gota de agua en el desierto, pero sí lo voy a hacer aplicado a los viajes.

De toda la vida, cuando se iba de viaje, queríamos traernos esa colección de recuerdos que eran los paisajes que habíamos contemplado y los rostros de las personas que habíamos conocido. Esto se coronaba con una foto tuya en grupo, en familia o haciendo el tonto encima de un camión lleno de cabras y ya.

En mi caso personal, además de viajera, he sido fotógrafa apasionada. Mi papel: siempre detrás del objetivo. Mi misión: capturar el mundo.

El concepto selfie, tan de esta nueva era, también ha colonizado las fotos de viajes. Ya lo importante no es el paisaje o los locales, lo importante eres tú (y solamente tú).

Tu papel: delante de la lente siempre.

Tu misión: mostrar, demostrar y redemostrarle al mundo lo bien que queda el paisaje con tu cara delante o tu posturita de yoga tapando media imagen.

5. Cargaba con una pesada cámara de fotos


Este punto está totalmente relacionado con el anterior, pero ya no es una cuestión ética, sino material.

Yo he hecho cosas que no imaginaríais, he cargado una cámara y tres objetivos intercambiables en viajes de meses, he hecho trekking de horas con una cámara de kilos colgada al hombro… En fin, locuras románticas de juventud.

Debo admitir que a la ola del selfie no me he apuntado, pero a la de sustituir cámara por móvil sí. Es un proceso que me costó admitir, pero hace ya algunos años que no viajo con cámara pero sí con un móvil que tiene sus buenas lentes Leica y me hace unos retratos con desenfoque que ya hubiese querido para sí Steve McCurry.

6. El placer de la expectación

Siguiendo con el tema de las fotos, pasemos a hablar de la inmediatez. Hoy día, sería raro disparar el botón y no poder ver el resultado inmediatamente. Disparamos, giramos, observamos la pantalla y repetimos porque no nos vemos bien. Como resultado tenemos teléfonos móviles con memorias totalmente petadas. Cien disparos de una misma toma y nos quedamos tan a gusto y nos parece tan normal.

Pues antes, disparabas y ni podías ver el resultado para verte la cara o comprobar que la luz era correcta. Había que confiar en tus conocimientos fotográficos y punto. Acumulabas una bolsa de carretes con película y lo traías de vuelta a casa como si fuese el anillo del Señor. Ese era tu auténtico tesoro. Y el tesoro no podía ser abierto de inmediato, tocaba a esperar al revelado. Por muy rápido que fueses a la tienda de fotos, tus tres días mínimo de espera no te los quitaba nadie. Y ¿nos moríamos? No. ¿Tenías que medicarte con ataque de ansiedad? No. ¿Se acababa el mundo por no tener tus imágenes ya aquí y ahora? Tampoco.

Lo que sucedía es que te pasabas esos días con un gusano en el estómago, que me río yo de las mariposas de un enamoramiento tonto. Sucedía que ibas a recoger los resultados en papel sobrevolando el suelo de la emoción. Pasaba que quedabas con tu grupo de amigos (cara a cara real) a enseñar las fotos y compartir las historias (de viva voz) de tu viaje, mientras corrían unas cañas por la mesa. El hecho de esperar y compartir de esta manera se llamaba VIVIR, y creo realmente que nos hacía estar infinitamente más conectados con nosotros y el mundo que lo que llamamos conexión hoy día.

El placer de la espera, el placer de la expectación sucedía. Y hoy día me doy cuenta que fui inmensamente afortunada por haber vivido ese momento.

Vivo el presente, me excita el futuro, pero jamás jamás olvidaré cómo comenzó realmente todo.