Chaco Salteño: Entre monte y arena

by Victoria Garino 8 Jan 2011

Doña Monona y Sandra. Fotos del autor.

Cuando me hablan del Chaco Salteño, me imaginaba el monte, y un paisaje desolado y amplio, de tierra volátil, casi blanca. Cuando me hablaban del Pilcomayo, imaginaba un río desbordado y de riveras enlodadas. Con esta visión en mente fui a encontrarme con Ángel Quiroga, mi guía y compañero de travesía. Íbamos a hospedarnos en casa de Doña Enriqueta, a quien todos llaman Doña Monona, su bisabuela.

“Am tená…”

(“Me doy a vos”, saludo de encuentro y despedida wichí)

PARTIMOS DESDE LA CIUDAD DE SALTA una de las noches más frías del año hacia Tartagal, donde tomamos un colectivo a Santa María. En un principio, además de tener la sensación de estar en una cámara de frío, me sorprendió encontrar un paisaje verde, montañoso y un poco blanco por la helada.

“Che, no hay tanta tierra…”, le dije a mi compadre. “Esperá a que lleguemos un poco más cerca”, me contestó él, chaqueño de nacimiento, orgulloso de sus raíces. Sin duda debería haber confiado en sus palabras, ya que al llegar a Santa María me encontré exactamente con lo que había imaginado: tierra; mucha tierra suelta, y los pies hasta los tobillos enterrados en ella.

Pilcomayo

Al salir de la ciudad tenía la intención de escribir algo en mi viaje, pero aún no sabía con qué me iba a encontrar; típicamente pensaba en un paisaje de ranchos, mujeres wichís tejiendo en los portales y hombres pescando con red en el río. Pasado el mediodía nos bajamos del viejo colectivo en un pueblo de unas 50 casas, reconstruído con casillas de plan social después del último embate del Pilcomayo, que lo inundó en el 2006; y uno o dos kilómetros más allá, el monte.

Santa María es un paraje de frontera que se encuentra al norte de la provincia de Salta, en el departamento de Rivadavia, sobre la ruta provincial 54 que lleva a Santa Victoria Este. La localidad se asienta sobre el río Pilcomayo y se roza con Paraguay; formando parte del Gran Chaco, región que abarca el norte de nuestro país, el Chaco boliviano y el paraguayo. Ahí donde se festeja el Trichaco, a puro chamamé, se funden las tradiciones en el encuentro de las comunidades wichí, tupí-guaraní y criolla.

En el poblado, la señal de celular es escasa o nula, se puede ver a la gente manteniendo el aparatito en alto para que enganche, en posiciones diversas y casi cómicas; hay una casa desde donde se puede hablar por teléfono fijo si se tiene la suerte de encontrar al dueño. Ni hablar de internet. Hay agua corriente, pero la electricidad llegó hace poco más de cinco años, antes se iluminaba a mechero o vela. A falta de gas natural, el que puede incorpora en su presupuesto la garrafa y el que no, como en el monte, se las arregla haciendo fuego.

En el campo también se hizo la luz con el tendido eléctrico, pero la mayoría no tiene agua corriente. Se calienta el agua a leña, en una cocina externa con horno de barro y se recolecta el agua en tanques al aire libre. Para bañarse, es necesario calentar agua al fuego hasta que hierva, mezclarla con agua fria y experimentar el uso de un fuentón o palangana y un jarrito para verter el agua sobre el cuerpo.

El día empieza y termina temprano en casa de Monona, a la mañana se despierta sin prisa, y a la noche, después de cenar, cada uno pasa a su mundo privado. Monona tiene muchos más años de los que aparenta, lo cual puedo adivinar sacando cuentas a partir de sus comentarios. Está en el campo desde el 61, unos años después de juntarse con Don Domínguez: “…51 años estuvimos con mi viejo, ibamos para 52… y de todo ese tiempo, nunca, nunca quise ser de Domínguez. Yo no soy de nadie, pero es lo mismo… nadie creía que yo iba a recibir su pensión, porque no me casé, pero me salió”.

Doña Monona

En la mesa se bromea sobre el cobro de planes sociales, la abuela dice que en Santa María “son todos discapacitados”, ya que la mayoría recibe un subsidio por invalidez. El trámite es sencillo: la policía y el médico extienden un certificado que acredita la condición y el “beneficiado” renuncia a volver a trabajar, quedando atrapado en el papel que accede a representar, por 500 pesos mensuales.

Entre mates, reflexiona sobre la vida en el Chaco y dice que si bien es fea, nunca ha pasado hambre, que no se queja y que, aunque sus hijos y nietos quieran llevarla, ella no quiere vivir en otro lado. A veces, sus palabras parecen sugerir que salir del campo es el camino para una vida mejor, cuando dice que lo importante es el estudio, “para no repetir la historia”; pero otras veces cuando le pregunto si quisiera vivir en la ciudad, lo niega rotúndamente: “En la ciudad uno se tiene que levantar para ir a trabajar para otro, se levanta temprano y vuelve tarde, y cansado. Acá uno se levanta a la hora que quiere, es dueño, es libre, los animales son de uno…”

Lamenta no poder cuidar sus animales y tejer al telar como lo hacía antes, y está buscando alguien que la ayude de manera permanente, ya que entre las pensiones que recibe y los alquileres de varias habitaciones en su misma casa, junta el dinero suficiente. “Vivir en el Chaco es duro porque es dura la tierra, no porque falte alimento: acá si quiere comer mata una charata, que es el pollo del campo o vende un animal, sale a cazar o a pescar, nunca se tiene hambre. Y de dormir, ya ve… como se vive”.

Monona recuerda los mejores momentos de su hogar, cuando no estaba sola, y su campo era un alboroto: “Aquí se criaron muchos, muchos. Más hombres que mujeres, muy pocas mujeres. La casa vieja era de ellos… ¡Qué no llevaban ahí esos osaqueros! Todas las chinas traian, había música hasta tarde y yo nunca les decía nada… qué les voy a decir.” Osaqueros se les dice a los criollos que se emparejan con mujeres wichís.

Sandra

Cuando la doña habla de sus hijos, puede que esté refiriéndose a un bisnieto, un nieto, un sobrino, o algún familiar que ella ha criado; madre biológica de muchos y adoptiva de otros tantos, la abuela es “la única mamma” de todos ellos. De una familia grande y numerosa, siete hermanas y cinco hermanos, brotan los sobrino-nietos criados y adoptados, muchos de los cuales llevan su apellido, y de quienes se ha hecho responsable en salud y educación. “Yo nunca fui al colegio, pero a él (por Ángel) lo mandé a pre jardin y a todos mis hijos los he mandado hasta que terminaron el secundario. Seré una mujer analfabeta, pero con oficio, así hilando crié a mis hijos y les di de comer. Estoy orgullosa porque nunca le pedí a mi marido para comer, nomás que me diera un rancho y tierra.”

Monona hace un paréntesis y empieza a preparar el almuerzo, temprano, con suficiente anticipación como para que nadie llegue a preguntar por la comida. Mientras trozamos la verdura y la carne, aprovecha que su (bis)nieto se ausenta y me habla como a una hija más: “Te doy un consejo, hija, al marido no hay que celarlo. Se lo mira, nomás, y cuando la cosa se pone fea, se lo pone contra las cuerdas. El hombre, si hace, tiene que ser macho. No comen dos del mismo plato, ¿no? Y la mujer no tiene por qué aguantarlo; eso no se perdona. El hombre hecha perder a la mujer así. Tienen que trabajar los dos juntos para ellos.”

La visita al cementerio de Santa María arroja un saldo de muchos Domínguez y Quirogas, algún Ruíz; todos criollos. Pregunto, y me dicen que a los indios los entierran en otro lado, siguiendo la antigua costumbre de separar las étnias, cada cual con su campo santo. “Yo sí discrimino -dice Monona-. Serán seres humanos, pero son aborígenes, y por más limpios que sean, son aborígenes. Para mi era una bajeza muy grande regalar un chico para que lo críen ellos. Yo sí discrimino, mi hijo tiene su mujer en la Misión. ¿Y yo voy a la casa? No, no voy. Que él venga.”

Algunos wichís viven en las casas del Estado, dentro del pueblo, pero la mayoría se encuentra en el campo, organizados en Misiones. La Misión Vieja es un caserío de cinco o seis familias en medio del monte; por otro lado, la Misión Grande está más o menos a un kilómetro del pueblo, y es un poco más grande. Los hombres pescan y las mujeres tejen con chaguar sus famosas yiscas, redes de las cuales se hacen bolsos, cartucheras, polleras y vestidos.

El 1º de agosto se rinde homenaje a la Madre Tierra. Ese día, además de cumplir con distintos rituales, por tradición, los hombres no cazan ni pescan. Se dice que es peligroso internarse en el monte, ya que al ser el día de la madre de todos, puede aparecerse el Nilataj, el señor del monte, bajo cualquiera de sus formas, y asustarte de muerte, si no decide primero llevarte con él. Para los pescadores también corre la misma suerte, y el señor del río puede castigar duramente a quién no respete sus aguas, o pesque en exceso con el afán de enriqueserse. Ese día Ángel olvidó la tradición y salió tras un conejo que se nos había cruzado en el camino al pueblo, su tío estaba presente, y esto dio pie a que nos contara su historia.

Los calambres nunca cesaron y Flavio fue a ver a un curandero, con la intención de que le sanara el susto; el diagóstico fue que el señor del río quería castigarlo por su carácter ambicioso. Ante esto, la única solución era abandonar la actividad. Flavio dejó de pescar, y sus calambres desaparecieron. Entre creer o reventar, él prefirió creer.

Flavio solía pescar con red y sacaba cientos de peces del Pilcomayo; no para comer, si no para la venta. Un día, recorriendo el río, comenzó a tener calambres y casi se lo lleva la corriente. Los calambres nunca cesaron y Flavio fue a ver a un curandero, con la intención de que le sanara el susto; el diagóstico fue que el señor del río quería castigarlo por su carácter ambicioso. Ante esto, la única solución era abandonar la actividad. Flavio dejó de pescar, y sus calambres desaparecieron. Entre creer o reventar, él prefirió creer.

No sólo los animales salvajes y las presencias sobrenaturales constituyen un riesgo para el que se interna a pata pila (a pie, sin vehículo) monte adentro, hay otros peligros más bien humanos que tienen que ver con el tráfico de drogas. “Acá es muy fácil pasar cosas, nomás falta cruzar el río. Yo cuando quiero alquilo una camioneta y voy a Bolivia, antes pasaba azúcar. Ahora, en la droga, tiene que saber que marca a toda la familia. Yo tengo una amiga que es la mamá de la droga acá, viene, come; y está acá y todo, pero yo nada. Una vez me dijo si quería trabajar y yo le dije que no: vos en lo tuyo y yo en lo mío. A mi dejame que tize lana nomás”, comenta Monona.

Abuela y nieto cuentan historias de familias que trafican droga y terminan presos, para esta zona, la jurisdicción es de Tartagal. “A la Juana la encontraron con tres cartuchos en el negocio y ahora está adentro. El marido es carta conocida, con ésta ya van tres que entra, y los padres están locos por vender una heladera para sacarla. Ahora, ¿qué sale una heladera? Nueva: 1300… ¿te creés que con esa plata la van a sacar?”.

Pasados algunos días, Doña Monona emprendió viaje a Tartagal. Ésa fue la señal de que comenzarían, para mí, las verdaderas actividades de monte adentro que más me habían motivado a emprender este viaje: la pesca y la caza. Pero esas serán historias de otras lembranzas, cuando vuelva a sentir el canto de las aves salvajes desde la rivera del Pilcomayo, entre monte y arena.

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