Crédito: Lau B

7 cosas que aprendí de mis queridos amigos mexicanos

México
by Laura Bernhein 24 May 2018

Aprendí que el susto se cura con un bolillo… o con tequila (¡o con los dos al mismo tiempo!)

Una vez tuve un gran susto mientras estábamos en la Ciudad de México con uno de mis hijos. La historia es larga, pero cuando fue volviendo la calma a mi casa, empezaron a hacer su tímida entrada mis vecinas. Una vino con un bolillo para que se me pasara el susto y otra, con un vasito de tequila, “para celebrar el milagro”. Ahora sé que lo que de verdad me calmó no fueron ni el bolillo ni el tequila, sino las manos que me lo entregaron.

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Aprendí las (duras) lecciones del “ahorita”…

No se asusten, no voy a criticar al “ahorita”, una de las marcas registradas de la cultura mexicana, junto con el mariachi, el tequila y los tacos. Más bien los invito a felicitarme porque ¡ya entendí el “ahorita”! Entendí que cada vez que me responden con esta palabrita tan musical y tierna tengo que respirar hondo y entregarme con confianza a la vida, al Universo o a los designios de Dios (o como llamen a esta fuerza superior), y confiar en que todo lo que está destinado a suceder, encuentra su camino para hacerse paso. Ya sea ahora, ahora en poco tiempo, en dos meses, en tres años. O nunca.

Aprendí que para todo mal, mezcal…

La sabiduría popular no se equivoca en esto: si andás de mal de amores, el mezcal te lo alivia. No se trata solo de emborracharse con mezcal, porque uno puede hacer esto con cualquier otra bebida. De acuerdo a mi experiencia (que no he tomado alcohol en los últimos dos años, con la excepción de dos copitas de mezcal cuando el corazón así me lo ha pedido), el mezcal tiene una cualidad mística que te hace ver cualquier situación desde el lugar de un observador. Esto no quita el dolor, claro, pero lo aliviana y le da otra perspectiva a tus lágrimas. Después de todo, ¿por qué no pasar un mal trago en la vida con un buen trago de mezcal?

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Además de para el mal de amores, el mezcal se puede aplicar sobre la piel para aliviar la picazón del sarampión (esto me lo recomendó un médico cuando mi hijo estuvo enfermo y funcionó, no me arresten por mala madre, ¡juro que no quise emborrachar a mi hijo!); es el mejor amigo del hombre y de la mujer engripados (“un mezcalito con tantito limón cura la gripita y la tos”) y, si lo aplicas en fomentos, reduce la inflamación. ¡Un remedio que cura el cuerpo y el corazón es, sin dudas, la estrella de cualquier botiquín!

Aprendí la hermosa costumbre de desear “buen provecho” (aunque a veces solo lo haga con la mirada).

En México, antes de irte del lugar en el que estás comiendo, te despedís del resto de los comensales con una sonrisa y un “buen provecho”. Me encanta esta costumbre, la siento como una generosa bendición regalada entre gente que no se conoce. Cuando estoy en otro país no digo “buen provecho”, pero sí me gusta, en mi camino hacia la salida, mirar a los ojos a los comensales más cercanos y, con una sonrisa, desearles que sigan disfrutando de su comida y de su día. Gracias a México, me he vuelto un poco más gentil.

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Aprendí a ver lo invisible.

En México los límites el mundo material y el otro mundo, el del “más allá” (las magias, los hechizos, otras dimensiones aún no exploradas -como la del “ahorita”-, lo oculto, los reinos celestiales e infernales), son más flexibles. Y no hace falta participar de un temazcal con un chamán o ir a un retiro con peyote para entenderlo.
Nunca voy a olvidarme de una vez en la que estaba hablando con un amigo, un señor que además es científico. Él me estaba contando sobre su familia, cuando la charla se vio interrumpida por el vuelo rápido de un precioso colibrí. Mi amigo me dijo entonces: “Es el espíritu de mi hermano S., él murió cuando era un niño, vino a saludarte y a asegurarse de que no me olvidara de hablar de él”.
Otra vez me sentía muy triste y entré a una iglesia (no me considero católica), y comencé a hablar con el sacerdote. Tuvimos una plática hermosísima y, sin que yo le compartiera mucho, él me dijo las palabras que necesitaba oír. Me pidió que me quedara durante la misa (dio un sermón precioso y sentí que me hablaba directamente a mí). Al final, me dio una bendición y me regaló una medallita, que aún llevo colgada y que me recuerda todo el tiempo que si hay un lugar donde lo invisible puede ser develado y lo oscuro puede ser traído a la luz, ese es México.

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Aprendí a sentir mis emociones con toda su intensidad.

Yo no le huyo a las emociones. Creo que hay que vivirlas intensamente, hasta tocar fondo, para después levantarse y seguir andando livianito. ¡México tiene tantas herramientas para ayudarme a expresar mi arcoiris de emociones! Para la tristeza, yo elijo la música del mariachi, no hay nada como echarle sal a la herida de vez en cuando y cantarle al dolor hasta que salten las lágrimas (que, a veces, hasta terminan siendo de risa).

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Si estoy contenta, me acompañan el son jarocho, el huapango y el Juanga omnipresente. Además, ¡en México sí que saben reírse! Y se ríen de todo. Cuando ando por otros lugares tengo que medirme para no ofender a nadie, pero en México soy libre de hacer hasta los chistes más perversos y oscuros, porque sé que siempre va a haber alguien que haga uno peor que el mío. Desde el inocente humor de Cantinflas y el Chavo, pasando por el picosito albur, hasta reírse de la mismísima muerte, ¡en México todo vale!
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Nunca he llorado tanto de emoción como en México, ni nunca he visto a tanta gente llorar (¡especialmente a hombres!) como en México. Aquí llorar, reírse y expresarse como humano es bienvenido, ¡qué alivio!

Aprendí a dejarme despeinar (¡y ya no volví a peinarme!).

Si no tomé una taza de café en seis meses, fija que voy a México y empiezo a tomar de nuevo. Si estoy tomándome un año sabático en el amor, voy a México y me enamoro. Si estoy dispuesta a pasar unos días de relax y “vacaciones” seguro que voy a México y termino dándome cuenta de que mi misión en la vida es entrar a un convento y servir a la humanidad. ¡Y por supuesto que de todo esto tienen la culpa mis amigos mexicanos! Porque sin su manera de expresar su cariño, sin su espontaneidad, sin su magia y sin sus casitas de colores, mi vida sería, como dice J. Sabina, una mera oficina.

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