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13 cosas que experimentas al usar transporte público en Ecuador

Ecuador
by Rocío Carpio 3 Oct 2014
Te encuentras con algún conocido en su auto que te mira con lástima mientras esperas el bus.

Para esta persona, ir en bus es de pobres, de losers, o de hippies sucios. A veces incluso se ofrece a «acercarte» a algún lado para que no tengas que viajar «así». Es probable que en silencio te lamentes por tu destino de pasajero de bus pero jamás lo admitirás en frente de un conductor de automóvil. No. Tú no contaminas (tanto), recuérdalo.

Tu timing nunca coincide con el del busero.

Cuando vas de apuro el bus va a diez por hora, y cuando hace un día hermoso y despejado sin mucho tráfico, perfecto para relajarse y disfrutar de tu viaje, el busero maneja como desquiciado y empiezas a rezar por tu vida. Eso sí, que ni se te ocurra reclamar al noble servidor del volante, pues no serás medido con la misma vara, sino con una más grande y virulenta.

Te dan el cambio en un millar de monedas sucias de dudosa procedencia.

Algunas incluso llevan una extraña sustancia pegajosa que impide ver de qué denominación son.

Aprendes que busero que se respete personaliza su bus.

Sobre todo en provincia, subirte a un bus es entrar en otra dimensión. Una en la que «si eres hijo del chofer no pagas» o en la que te recuerdan que «trabajes y no envidies»… Todo ello en simpáticos cartelitos que lees mientras miras la pomposa decoración interior aterciopelada y escuchas a todo volumen los últimos éxitos vallenatos o el mix de tecnocumbias de DJ Culebra.

Terminas comprando un puñado de caramelos aunque no quieres.

Se sube un un vendedor con cicatrices o tatuajes con una bolsa de caramelos y prácticamente te obliga a comprarlos sólo porque acaba de salir de la cárcel. Luego de varios días de la misma rutina miedo/compra, un día desaparece de tu ruta habitual y cantas victoria. Pero a la semana siguiente te lo vuelves a encontrar renaciendo de las oscuridades en otra ruta y ¿qué crees? Le vuelves a comprar los malditos caramelos.

Te vuelves un experto en las películas de Chuck Norris, Steven Seagal o Jean Claude Van Damme.

Y de sus miles de secuelas de títulos como «Retroceder Nunca, rendirse jamás», «Alerta Máxima» o «Fuerza Delta». Pues en un viaje interprovincial, no hay persona viva que no haya disfrutado de los puñetes y patadas a granel de estos hombres duros del celuloide. Eso sí, a falta de canguil (pop corn), nada mejor que un buen bolón o un seco de pollo en tarrina para acompañarla.

Eres testigo del extraño caso del ciego que parece ver más que vos (porque jamás se tropieza y siempre sabe de dónde sostenerse).

Pide lo mismo que el anterior pero esperando que tu corazón se ablande pues «una monedita no le enriquece ni le empobrece a nadie». ÍDEM con los cantantes desafinados que llevan su propio parlante a pilas. Si por mala suerte decidieron deleitar al público cerca de ti, te dejarán con un alegre pitido en los oídos.

Te conviertes en contorsionista profesional o mago ilusionista.

Sólo así se explica que logres atravesar -gracias a poderes sobrehumanos- la masa de gente apiñada que te va empujando a cada paso por pisarles el pie o clavarles el codo en un desesperado intento por salir.

Ves el cierre de tu mochila abierto y te baja la sangre al piso.

Porque -como si fueras un novato o gringo incauto- te robaron el celular o la billetera que llevabas en la mochila colgada en tu espalda. ¿Cómo culpar a los ladrones si ese acto pide a gritos un «róbame»?

Te peleas con la señora gorda que te ganó el puesto a empujones.

Y aunque logró sentarse gracias a un megacaderazo que te propinó, termina maldiciéndote hasta la cuarta generación.

Albergas la ilusa esperanza de que algún rato va a terminar tu tortura de estar parado y aplastado.

Incluso sueñas con la deliciosa idea de que alguien cercano a ti se va a bajar y vas a poder tomar el asiento más rápido que Usain Bolt. Pero eso nunca pasa, y si pasa, viene la señora gorda y te despacha con un megacaderazo. No se hable más del asunto.

Insistes en llegar al «Dorado» del bus por más que sabes que el «atrás hay puesto» que grita el chofer es una trampa mortal.

De ese modo estarás cerca de la puerta y no tendrás que sortear el camino de obstáculos para lograr salir. En ese intento igual tendrás que sortear señoras que no se mueven ni medio centímetro y te insultan por llevarte sin querer su cartera por delante.

Te das cuenta de que una parte de ti se ha quedado ahí.

Luego de toda la sangre, sudor y lágrimas que te costó salir, caes en cuenta de que tu mochila, tu bolso, tu quintal de papas o tu hijo pequeño siguen atrapados entre la multitud. Para sacar fuerzas, das un grito gutural y abres la montonera cual Moisés las aguas.

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