10 cosas que tenés que hacer para decir que estuviste en Tailandia

Thailand
by Sebastián Defeo 18 Jul 2017

¡Sawadí kap! Tailandia es ese paraíso que pensabas que sólo existía en postales. Es imposible estar en sus playas sin mirar alrededor con sospecha, creyendo que alguien photoshopeó todo. Pero sea en la costa o en el norte montañoso, hay 10 cosas que tenés que hacer para decir que estuviste ahí.

 

Volverte un catador de mares

Crédito: Cecilia López

Tailandia tiene dos de las costas más lindas del mundo: el golfo tailandés y el mar de Andaman. Y si fuera poco, abundan las islas paradisíacas. A la quinta postal en la que uno se tiró como chancho al sol, nos olvidamos de los veranos Chapadmalal, chapoteando entre las olas frías y marrones. Es ahí cuando nace en nosotros, en mayor o menor medida, el catador de mares.

Crédito: Cecilia López

“En esta isla el agua es turquesa tirando a celeste pero en esta otra es turquesa tirando a verde, que me gusta más porque combina mejor con el atardecer sobre el mar. Eso sí, la arena es demasiado blanca. Le vendría bien un toque de amarillo para no cegar tanto. Acá hay palmeras en la costa, lo cual está bueno porque te da sombra y queda hermoso pero es un peligro si se te cae un coco encima. Mejor esta otra playa que tiene manglares en la arena. Pero en ese mar me puedo ver los dedos de los pies aunque en este me los veo en HD. Eso sí, hay peces de colores y me distrae para nadar.”

Crédito: Cecilia López

¿La clave? No olvidarse del Chapadmalal que tenemos en nuestra espalda y hacer como decía el gran Derek López: “Batida de coco, esa es la mía.” No hay nada mejor que tirarse en esa arena blanca como harina albina, mirar al mar, cualquier sea su tonalidad de turquesa, tomarse un coco bien frío y creerse Tom Hanks en “El Náufrago”, pero con cero ganas de volver.

Crédito: Cecilia López

 

Decir: “Otra Chang.”

Está la Leo, la Singha, pero hay una rubia tailandesa que gana todos los corazones: la Chang. En mi opinión, nunca jamás se le va a acercar a la Beerlao, la maravilla de Laos, pero con las altas temperaturas de Tailandia, será imposible pedir sólo una Chang.

Crédito: Cecilia López

 

Pisar entre uno y ciento cincuenta mil 7-Eleven

Te apuesto una chocotorta. Si fuiste a Tailandia, viste al menos mil 7-Eleven. Entonces lo sabés. Esta cadena internacional de mini-mercados abiertos las 24 horas, parodiados por la tienda de Apu en Los Simpsons, son mucho más que un negocio. Son un oasis.

Crédito: Cecilia López

Los 7-Eleven torean al calor criminal tailandés con una tropa de aires acondicionados comandados por Elsa de Frozen. Entrar en uno es pasar del Sol a Siberia.

Pero esto no es todo. Tarde o temprano nos pica el bicho de casa y empezamos a extrañar.. Queremos un poco de aquello que conocemos, que nos reconforta con su familiaridad. Difícil teletransportar un asado con amigos, carísimo comprar un vino, y olvidate de un domingo de pasta en familia. Pero no desesperes, hay otra forma. Y es que estamos a un bocado de distancia de casa. Gracias a los 7-Eleven, tenes un ticket transoceánico por menos de un dólar en la forma de sánguche.

Sánguche de jamón y queso o de pollo. Con precios claros y sin regateos, podes tener un sánguche del gusto que se te ocurra, a la hora que se te antoje. ¿Querés comer un sánguche a las 3:47 de la mañana de un miércoles? Podés hacerlo. Y encima te lo tuestan. Cada vez que el cajero pone carita de pregunta cuando me señala el sánguche y la tostadora, veo en él mucho más que un tipo haciendo su trabajo. Veo a mi abuela malcriándome con amor.

Además, seamos sinceros. Así como el pan absorbe la salsa de tuco, estos sánguches succionan la galopante ebriedad que te agarraste con el desfile de Changs. No hablé con ningún médico tailandés pero estoy seguro que las recomendaría, con firma y matrícula.

Aparte, venden más que sánguches. Venden todo lo que uno puede imaginarse y lo que no también. Entrar en un 7-Eleven es meterse en el tango Cambalache: “Igual que en la vidriera irrespetuosa de los cambalaches se ha mezclado la vida.” A miles de kilómetros de casa, no hay nada tan reconfortante como tener al mundo entero desparramado en estanterías, con claros, módicos e irregateables precios, y encima con aire acondicionado. Por eso, insisto, estas tiendas son un oasis. Un lugar para saciar la sed de lo familiar, recomponerse y salir al calor y a la aventura.

 

Ver a viejos gordos blancos cachondos

Lamentablemente, abundan más que los 7-Eleven. Viejos gordos blancos cachondos con prostitutas que son entre dos y tres veces más chicas que ellos. Generalmente, la prostitución suele ser algo puertas adentro, pero no es así en Tailandia. Parece ser que a un océano de casa, los tabúes se disuelven.

En el país de las sonrisas van juntos a todos lados. A comer, a pasear, a un tour. Viajan en tuk-tuk, en tren, en avión. Algunos caminan por la calle unos pasos delante de ellas. O en un restaurante revisan sus teléfonos y charlan con otro occidental mientras ellas se quedan sentadas en silencio. Pero la gran mayoría de los viejos gordos blancos cachondos flashean amor.

Caminan de la mano, algo que no es costumbre entre los tailandeses. Les hablan como enamorados quinceañeros, les enseñan a nadar, les compran ropa y las miran como si fueran sus almas gemelas.

Crédito: Cecilia López

Me acuerdo de un viejo gordo blanco cachondo pasado de Changs. Despatarrado en la calle, le decía a una prostituta que no sabía qué hacer, si vender su empresa a otra empresa que seguro la iba a cerrar pero le iba a dar acciones de no sé qué cosa, porque hablaba en un lenguaje técnico inentendible. Ella lo miraba y asentía con pretendida comprensión. “You happy, you good,” decía ella, manoteando del puñado de palabras que sabía en inglés. Él asentía, conmovido. “Lo voy a hacer. Vuelvo y vendo la empresa.”

No pude evitar pensar en todos esos empleados, lamentando los lunes y persiguiendo la zanahoria de un aumento, enterrados en cuotas, sin saber que sus futuros estaban siendo decididos por un viejo gordo blanco cachondo bastante borracho y una prostituta tailandesa que no entendía un pito de inglés.

Tampoco pude evitar pensar en otra cosa. En Tailandia hay muchísimas chicas trans. Varias de ellas con multiplicidad de trabajos, y otras cuantas, prostitutas. Lo interesante es que no se ve a ningún viejo gordo blanco cachondo caminando con una de ellas por la calle. Supongo que algunos tabúes sí quedan puertas adentro, incluso a un océano de casa.

 

Ver más barbijos que nunca en tu vida

Abundan más que los 7-Eleven y los viejos gordos blancos cachondos juntos. Es imposible estar en Tailandia sin sentirte el nene de “Sexto Sentido,” tapándose con la frazada, con miedo, diciendo casi en un susurro: “Veo gente con barbijos.” Nadie sabe bien por qué lo usan, si están enfermos, si huelen algo que no les gusta, o si el constante recambio de la moda que busca mantenernos permanentemente obsoletos comprando lo que no necesitamos puso ahora al barbijo como ítem cool del momento. Pero la realidad es que lo usan. En la calle, en un café, en un cine, en donde se jamás se te ocurriría ver a alguien con un barbijo.

Crédito: Cecilia López

 

Escuchar al menos cinco millones de veces “Hey, you! Tuk-tuk?”

Abundan más que los 7-Eleven, los viejos gordos blancos cachondos y los barbijos juntos. En Tailandia, olvidate de tu sombra, porque es otra cosa la que te sigue. Vayas donde vayas, hagas lo que hagas, niegues lo que niegues, te van a ofrecer un tuk-tuk.

Crédito: Cecilia López

Podés decirle que no a un tuk-tukero y el de al lado te va a preguntar por las dudas. Le decís que no y el que estaba parado al costado también te va a preguntar. Y el de al lado también. Y el que sigue. Y el otro. A medida que insisten, las ofertas engordan. “¿Tuk-tuk? ¿Chicas? ¿Marihuana? ¿Cocaína? ¿Cocaína negra?” Todavía no sé muy bien lo que es la cocaína negra pero de algo estoy seguro: es imposible pisar Tailandia sin ser tuk-tukeado.

Habiendo tan pocas veredas, los tuk-tuk son ideales para recorrer tranquilos, mirando el paisaje. La contra: comés smog con guarnición de smog, maridado con una copa de smog. Claro que podríamos torear el polvo y el humo con un barbijo. Quizá por eso lo usan los alienígenas humanoides.

 

Decir: “Por el amor de todo lo que es sagrado, ¿dónde hay una vereda? ¿Dónde? ¿Dóndeeee?”

Seguro pasaste caminando y viste tailandeses comiendo sentados en el suelo, ajenos a cualquier silla. O quizás presenciaste gente tomando sopa de desayuno con una temperatura de cuarenta y seis grados a las nueve de la mañana. Y seguro dijiste: “Por el amor de todo lo que es sagrado, ¿dónde hay una vereda? ¿Dónde? ¿Dónde?”

Crédito: Cecilia López

Las veredas son esa cosa que queda detrás de los puestos de comida callejeros, la multitud junglística de macetas, las ciento cincuenta mil motos estacionadas y la gente sentada afuera en banquitos.
Uno las busca desesperado para caminar aunque sea dos pasos al costado del torrente de motos y tuk-tuks. Parece que lo que consideramos universal no siempre lo es. La vereda quedó en occidente. En Tailandia, se camina por la calle.

Crédito: Cecilia López

 

Regatear

Si bien Tailandia no es Vietnam, donde se le puede rebajar el precio a todo lo que te imagines, en el país de las sonrisas, los mercados son la tierra del regateo.
Regatear es algo que descoloca e incomoda a muchos. Por esto mismo decidí detallar un procedimiento con rigor científico en cinco sencillos pasos.

Primero, preguntamos el precio fingiendo carita de no estar del todo convencidos cuando en verdad esa cosa nos fascina profundamente y necesitamos comprarla sí o sí para ser felices.
Segundo, cuando nos dicen el precio subimos las cejas en un gestito que no necesita el traductor de Google para decir: “Pucha, es más caro de lo que pensaba pagar y, ahora que me acuerdo, creo que lo vi en el local de al lado más barato.”

Tercero, repetimos el precio con vocecita de trabajar en relación de dependencia y que nos vienen prometiendo un aumento hace demasiado tiempo.

Crédito: Cecilia López

Cuarto, balanceamos ligeramente el cuerpo hacia la salida. Este es un momento crucial. Si no hay una contraoferta de parte del vendedor, decimos poco convencidos un tercio del precio.
Ahí arranca la pulseada del quinto y último paso. Que sí, que no, que más, que menos.

Si nos arrinconan contra una cifra que todavía no nos convence, siempre podemos salir de la tienda y esperar que griten nuestro nombre como Rose en el Titanic: “Volvé, Jack, que hay lugar en la tabla y te hago un descuento especial para vos, mi amigo.”

Crédito: Cecilia López

Por supuesto, el regateo es pagar una parte que ambas partes consideren justo. No es cocaína, pero algunos se vuelven adictos. Recuerdo un turista muy orgulloso porque había logrado bajar cincuenta centavos de dólar a ser divididos entre seis personas para un paseo en bote. Resulta que el que remaba ese bote era un chico de ocho años. Que por ahorrarnos unos pesos no ahorremos también en humanidad.

 

Quedar mal

Es inevitable. Cuando subimos a un avión, no viajamos solamente sobre tierra. Atravesamos culturas, costumbres, historias. Y siempre de una forma u otra vamos a quedar mal.

Para empezar, los occidentales solemos hablar bastante más fuerte que los tailandeses. Esto puede resultarles violento, y como esta, hay mil fronteras imperceptibles más. Por ejemplo, para ellos el pie es la parte más impura. Señalar algo con el pie es una falta de respeto absoluta. También lo es sentarse con las plantas de los pies apuntándole a un altar o a una persona, y pisar un billete que tiene la cara del rey es directamente un delito.

Por el contrario, la cabeza es la parte más pura. Es muy probable que se te acerque un niño a saludar y le revuelvas el pelo en un gestito juguetón y amoroso. ¡No lo hagas! Es considerado una injuria.

Sé que puede resultar confuso. Los tailandeses también lo saben. Entonces en muchos lugares pusieron carteles para turistas, con dibujos ilustrativos y todo. Piden que por favor no griten, que tengan cuidado con apuntar con los pies, que no le toquen la cabeza a la gente, que no entren en un lugar usando calzado, que no anden con poca ropa o en cuero, que no naden desnudos, que no se droguen, que no se besen en público, que no compren imágenes de Buda para decorar. En los seis meses que viví en Tailandia vi turistas haciendo absolutamente todo eso. Y más.

Crédito: Cecilia López

Como en Tailandia todo es muy barato, abundan los tilingos extranjeros que se creen Dios. Ni hablar de toda la juventud que, a un océano de sus papis, se emborrachan como si no existiera un mañana. Y a eso agregale los millones de hombres que viajan a encamarse con cuanta prostituta encuentren, lo cual no les agrada demasiado a los locales. Todo eso sumado a los que se enojan profundamente cuando un tailandés no habla bien inglés. Imaginate, tenes un kiosko, y un yanqui que vino a tu país te putea porque no le pudiste entender su idioma. Y también están los que sí hablan bien inglés y tienen que bancarse a turistas diciendo que los tailandeses son más cuadrados, estúpidos, que no tienen nada en el cerebro y toda una manga de racismos súper simpáticos. Y hay más todavía.

Recuerdo una experiencia en un monasterio. Había un cartel que pedía un montón de cosas que pocos turistas cumplían. Entre ellas, rogaba silencio pasadas las nueve de la noche, recordando que era un monasterio, que los monjes se levantan a las cuatro de la mañana, y que encima era una zona rural donde la mayoría del pueblo se despertaba muy temprano para trabajar en el campo. Ante estos pedidos, un grupo de hippies recontra borrachos guitarreaba a toda voz a medianoche. Es sorprendente que los tailandeses no estén acribillando occidentales constantemente, es algo que merece el premio Nobel de la paz.

 

Cambiar de superhéroe favorito: de Batman o Superman, a Massaman

Cuando nos enfrentamos a lo nuevo pueden suceder dos cosas: replegarnos en lo conocido o entregarnos a la aventura. Pasa lo mismo con el acto más cotidiano del mundo después de respirar y de criticar la vida de los otros: comer.

“La comida tailandesa es muy picante, no me gusta,” dicen unos. “A mí me gustó tanto que prendí fuego a mi mochila, compré un container y lo llené con tuppers desbordantes de comida tailandesa y planeo vivir el resto de mi vida comiendo eso,” dicen otros.

Está el pad thai, el arroz salteado, el khao soi, pero la corona indiscutible del amor universal gastronómico de todos los tiempos y también de otras realidades paralelas se la lleva el curry massaman. Este plato típico del sur de Tailandia, que significa curry musulmán, es lo único que podría traer la paz al mundo.

Crédito: Cecilia López

Y no exagero. Si viene un científico loco y me dice: “Acabo de inventar una máquina que te lanza a una de dos posibilidades. Podés elegir ser Maradona metiendo el gol a los ingleses en el 86 o comer un curry massaman.” Voy por el curry siempre, sin dudarlo.

No hay nada como mojar el arrocito de jazmín en esa fiesta de sabores. Ahora, ¿qué tiene el massaman? Simple. Tiene todo. Papa en trozos, pollo o cerdo, leche de coco, maníes tostados, semillas de cilantro, de comino, de coriandro, de cardamomo, pasta de chile y ajo, cebollas, nuez moscada, salsa de pescado, pimienta, clavo de olor, azúcar de palma, anís, canela, pasta de tamarindo, y apenas un poco de jugo de ananá.

¿Te das cuenta? Son mil cosas que no deberían llevarse bien. Y ahí están, sin embargo, unidas en la delicia. Creo que por eso mismo me gusta tanto. El curry massaman no es sólo un plato. Es la esperanza de que toda la humanidad se una en sus diferencias, pueda abrazarse y ser feliz o alguna metáfora positiva de ese estilo.

Por supuesto, hay muchas más cosas que tenés que hacer para decir que estuviste en Tailandia. Comer en un puesto callejero, ver al rey hasta en la sopa, subirte a un songthaew o sentirte en una película de terror cuando de repente todos dejan de caminar, hasta que te das cuenta que es por el himno… ¿Y vos? ¿Cuál agregarías a la lista?  

 

Todas las imágenes pertenecen al autor de este artículo.