Todos tenemos en nuestras memorias acontecimientos que cobran una fuerza y un poder muy intensos en el desarrollo de nuestras vidas. Se trata de hechos que han removido y puesto en guardia hasta la más pequeña de nuestras fibras. Recuerdos que no solo ha registrado nuestra mente, sino cada célula en nuestro cuerpo. Es por ello que cuando los recordamos, jamás podemos evitar sentir el estremecimiento en la piel, en nuestras lágrimas que desean salir o en el quiebre de nuestra voz cuando lo contamos.
Este hecho que te voy a contar sucedió un mediodía de julio de 2000 de cuya fecha exacta no logro acordarme.
Nacía frente a mis ojos en la sala de parto número 5 del Hospital Meir de Kfar Saba un niño palestino.
Yo estaba allí como doula. Había ido esa mañana a cumplir con mi residencia voluntaria, a pesar de haber ya terminado el curso y la capacitación obligatoria.
El protocolo de acompañamiento indicaba que debía presentarme ante la pareja luego de solicitar la aprobación y el necesario asesoramiento de la partera (matrona) encargada del parto en ese momento.
Cuando entré en la sala se encontraban allí Fatma y Ali. Luego de presentarnos, les solicité si podía quedar a acompañarles como doula (en aquel momento aun le llamábamos Terapeuta de Embarazo y Parto). Ali respondió que sí, que todo lo que fuera capaz de hacer para ayudar a su esposa a mitigar el dolor sería bienvenido. Allí estaba yo como reflexólogo para ello.
Fatma no respondió. Pero no porque no quisiera dirigirme la palabra, sino porque no sabía hablar hebreo. Solo árabe. Ali hablaba un perfecto hebreo.
Y así nos entendimos. Cuando necesitaba trabajar con Fatma, no había lenguaje posible, solo el lenguaje de la mirada, de los ojos, el sentir el apoyo, la respiración, el percibir la angustia, el dolor, el alivio. Recuerdo muy bien los ojos de Fatma clavados en los míos al tiempo que me abrazaba y que se sujetaba en mí. Ali hacía lo que podía, a pesar de que yo intentaba que fuera él quien en ese momento podía estar allí para acogerle. No importaba. Fatma se sentía ayudada.
Unos pocos instantes antes de que naciera su hijo, Ali me contó que Fatma tenía 33 años, que estaban casados desde los 18 años, que este sería su primer hijo, que era su séptimo embarazo y que cinco de ellos habían terminado en partos de niños muertos pasada la segunda mitad del embarazo.
Recuerdo la sensación que experimenté en aquel momento, porque fue la misma que recorrió mi espalda mientras lo escribía.
A pesar de las dudas de los médicos acerca del posible y saludable desarrollo de su hijo, Fatma tomó una determinación y fue la de parir a ese niño… vivo, sin importar lo que viniera después.
En el momento de las últimas contracciones, Ali de un lado y yo del otro abrazábamos a Fatma para darle fuerzas hasta que un grito retumbó en la sala: Allah U’Akbar! (Allah es el más grande) el cual repitió varias veces.
Su hijo nació y enseguida fue puesto sobre su pecho. Fatma seguía gritando Allah U’Akbar mientras amamantaba a su bebé.
Ali y yo, mientras tanto, nos fundíamos en un abrazo, ambos llorando un llanto emocionado, fraterno, doloroso, sentido. Luego nos abrazamos los tres. No sé cuánto tiempo duró ese abrazo. Si hasta puedo sentir todavía las lágrimas de Fatma y de Ali fundiéndose con las mías.
Después de dos horas, cuando el protocolo indicaba que el post parto había sido concluido con éxito, retiraron a Fatma junto con su bebé a la sala donde seguiría ingresada dos días más. Abracé a Ali con un último abrazo. Todavía resuenan en mis oídos las palabras «Todá ahjí. Ia Salaam Aleikum» (“Gracias hermano, que la paz sea contigo”, en una mezcla de hebreo y árabe, ), a lo que respondí «Aleikum Salaam» .
Y nunca más supe de ellos.
Y mientras me iba de vuelta a mi casa, en uno de los días que más atesoro en mi vida entera, me decía a mí mismo: qué lástima que no había cámaras de televisión, periodistas internacionales, observadores sociopolíticos…qué lástima. Tal vez hubieran podido captar que el odio entre los pueblos no existe. Que cuando tenemos la oportunidad de tratarnos con respeto y amor será este quien gane siempre.
Antes y después, atendí y ayudé a varias parejas de palestinos y árabes de ciudades cercanas a Kfar Saba a parir sus hijos.
Pero este parto fue para mí el más simbólico de todos.
No nacimos enemigos.
Somos fibra humana.
Nada más.
Ni nada menos que eso.