Un día llegaron a Michoacán mensajeros desde Tenochtitlán, portando noticias sobre cómo los hombres llegados de tierras lejanas estaban arrasando con el gran imperio mexica. Los jóvenes michoacanos estaban dispuestos a luchar sin tregua para defender el suelo que les pertenecía y, sin embargo, el monarca Tzimtzicha era considerado débil y cobarde. Por ellos, la confusión reinaba en su pueblo. ¿Repetiría Tzimtzicha el error del débil Moctezuma y se rendiría frente a los invasores? ¿O seguiría el ejemplo de Cuauhtémoc y los combatiría?
Hernán Cortés había oído hablar de las riquezas que había en Michoacán y mandó a sus mensajeros a hablar con Tzimtzicha, persuadiéndolo para que se rindiera y reconociera al Rey de Castilla.
Los mensajeros regresaron con la respuesta del gobernante, quien ofrecía su amistad y obediencia a Hernán Cortés, y un cargamento de presentes para éste, a cambio de un enorme perro lebrel propiedad de un español llamado Francisco Montaño.
En Michoacán se sentía en el ambiente la desolación y la duda se reflejaba en todos los rostros. En los jóvenes ardía el patriotismo, y los viejos estaban resignados, pues sabían que un rey sin ambiciones, como Tzimtzicha, los llevaría irremediablemente a un final catastrófico como el de los mexicanos.
Sin embargo, en medio de la confusión, hubo una mujer que se alzó por su coraje, ya que guardaba dentro de sí un amargo odio hacia los españoles. Ella era Eréndira, hija de Timas, el principal consejero del rey.
«Y la llamaron Eréndira, que significa risueña, pues su constante sonrisa imprimía un sello de malicia y de burla».
Muchos guerreros codiciaban a esa hermosa virgen morena, más ninguno conseguía de ella más que una sarcástica sonrisa. Uno de ellos era Nanuma, el jefe de todos los ejércitos, quien amaba a Eréndira con el amor más puro, no sólo porque fuera bella, sino por su gran inteligencia e ingenio.
Pero Eréndira no amaba a nadie, y esto era debido a que tenía un amor más grande que cualquier otro. Ella amaba los llanos, amaba las montañas de su Michoacán, amaba su aire y su cielo, sus lagos y sus campos. Nanuma, sin embargo, le hablaba de amores:
-Dime, ¿Por qué no comprendes que soy quien más te ama en el mundo?-
-Porque no quiero tener un dueño -respondía la doncella con su sonrisa irónica-.
-¡Oh siempre desdeñosa, siempre con esa eterna sonrisa altiva en los labios! -contestaba Nanuma.
Más ¿cómo podía pertenecerle a alguien más de lo que le pertenecía al viento y a los árboles? ¿Cómo iba a jurarle a alguien un amor eterno si ya se lo había jurado a su patria para defenderla? Ella jamás podría olvidarse de la tierra que tanto amaba.
Cuenta la leyenda que se celebraba en el Gran Templo una ceremonia en honor a Xaratanga, la vengativa e inexorable diosa de la Luna.
Llegó entonces la hora que los tarascos llamaban Inchatiro, el momento en que el sol desaparece debajo del horizonte y la Luna se levanta como un gran disco con todo su esplendor.
La gente se apiñaba en silencio, cuando el rey y su comitiva hicieron su entrada y tomaron asiento. Un sacerdote ingresó entonces al santuario, y fue ahí que se oyó un grito terrorífico que desgarró el silencio de la noche. Los alaridos aumentaron, el sacerdote volvió a salir, seguido de cuatro guerreros que llevaban atada a una bestia que jamás se había visto en aquel país. Una bestia que infundía pánico con sus endemoniados ojos y de cuyas fauces salía aquella voz tan aterradora que hacía temblar a la muchedumbre.
La fiera luchaba por liberarse, en sus ojos asomaba la ira y su hocico vertía espuma. Los sacerdotes pusieron a la bestia en la piedra de los sacrificios y el sacerdote, pálido, sacó su cuchillo de obsidiana y jade, lo hundió en el pecho de la bestia y rápidamente sacó su corazón.
Eréndira se volvió hacia Nanuma y le dijo:
-¡Hoy es la bestia y mañana serán los españoles los que mueran así! Entonces, yo seré tu esposa.
Nanuma difícilmente podía creer lo que había escuchado.
Eréndira se encargó de infundir valor a las princesas y a los capitanes del ejército, burlándose de los españoles. Sembraba en cada persona que la escuchaba el amor a su tierra que ardía en su corazón. En una ocasión que pudo hablar con Nanuma le dijo:
– Tú eres el que derrotará al ejército de los invasores, y cuando regreses victorioso, yo seré tu recompensa.
-¿Y si fallo?- preguntó el guerrero.
– Iré a llorar sobre tu sepulcro y sembraré en tu yácata las más hermosas flores de nuestros campos.
Esta idea hizo temblar a Nanuma.
– No te preocupes, entonces, que yo lucharé hasta morir.
– No nos rendiremos porque somos más grandes y fuertes. ¿No nos han protegido los dioses siempre? ¿No vencimos con ingenio las dos veces que los mexicanos quisieron conquistar este país? ¿No es verdad acaso que Curicaueri, al principio de los tiempos, hizo al hombre de barro, más éste se desbarató al entrar al agua? ¿No lo reconstruyó entonces de ceniza, pero queriendo que tuviera más consistencia? ¿No formó a nuestros hombres de metal? ¿No son tus guerreros de metal, Nanuma?
No tengas piedad entonces Nanuma, cuando estés allá en el campo de batalla, pues sé que eres tú el más valiente de los guerreros y llevarás a nuestro ejército a triunfar sobre los invasores.
Una mañana marcharon las tropas del ejército michoacano por las calles de Tzintzúntzan, a la vista de Tzimtzicha, quien estaba inquieto por el resultado de la guerra que aquel ejército estaba a punto de iniciar. Hernán Cortés envió a su ejército a encontrarlos comandado por su más valiente capitán, Cristóbal de Olid.
La guerra se desencadenó en la ciudad de Taximora, que había sido tomada por el ejército tarasco, que caía valientemente frente al hierro del enemigo. Aquellos que no se sacrificaban en la lucha desigual quedaron mudos de espanto al oír los disparos de los españoles y emprendieron una vergonzosa fuga para lograr su salvación.
Nanuma y otros nobles fueron los mensajeros de la vergonzosa derrota. Eréndira decepcionada se volvió sin evitar que dos lágrimas se derramaran sobre sus mejillas.
En vano quiso Nanuma hablar con Eréndira:
– Dime entonces, ¿qué debía hacer? –
– ¡Morir!, los españoles te enseñarán pronto el oficio de los hombres que no saben morir por su patria.
Timas habló entonces a los hombres que lo rodeaban y, aquellos que estaban decididos a defender su patria hasta la muerte, juraron hacerlo y armándose de hondas y de flechas fueron al templo. A las mujeres y a los niños se les ordenó huir a los montes, mientras ellos esperaban la venida de los invasores.
Cristóbal de Olid y su ejército entraron a la ciudad, mientras un millar de hombres comandados por Timas esperaban en el templo. Tzimtzicha se había rendido ya ante Olid cuando el grito de guerra se oyó en toda la ciudad.
Heroicamente lucharon Timas y los defensores del templo, más el enemigo era por varios miles más numeroso. Cristóbal de Olid envió al combate a todas sus huestes que barrieron con todo lo que quedaba de los purépechas, pero algunos lograron escapar huyendo hacia el monte.
El ejército de Cristóbal de Olid revisaba los cuerpos buscando los cadáveres de los españoles.
El manto de la oscuridad se fue disipando hasta la llegada de la luz, que dejaba ver la ruina.
El suelo estaba tapizado de muertos en su mayoría de purépechas, junto con mexicanos y tlaxcaltecas que venían con los españoles. Había llegado el ocaso de una de las culturas más grandes de América, tras la muerte valiente de los michoacanos.