A LOS 17 AÑOS me despedí de mis padres en el pasillo de seguridad del aeropuerto de la Ciudad de México. Ellos lloraban, al igual que los padres de la chica con la que tuve que hacer el viaje porque no dejaron ir a ninguno de mis amigos y la condición para que me dieran permiso a mí, era que no viajara sola. Así que la rubia y yo teníamos la primera cosa en común tras 16 años de ir en la misma escuela: estábamos fingiendo estar tristes mientras agitábamos las manos en una última despedida antes de dar la vuelta a la esquina, abrazarnos como si fuéramos amigas de toda la vida y gritar entusiasmadas por la aventura que comenzaba.
Nos fuimos a la sala de espera y no subimos ninguna foto #saladeespera #laaventuracomienza. Tampoco enviamos un último mensajito avisando que estábamos abordando, y nuestros padres tuvieron que seguir sus mejores instintos al abandonar el aeropuerto Benito Juárez y enfrentarse a la caótica ciudad sin Waze ni Google Maps. Y tuvieron que esperar hasta que sus palomitas aterrizaran en Nueva York y luego Tel Aviv, sacaran sus libretas donde traían las instrucciones para hablar por cobrar o por alguno de los servicios para llamadas de larga distancia que la gente más conocedora contrataba, y les avisaran que estaban vivas. Que iban a tomar un taxi en un país del otro lado del mundo y que les hablarían… cuando pudieran.
Entonces llegamos al kibbutz cerca de Haifa, donde pasamos unos meses trabajando. Mis padres me enviaban faxes y yo les llamaba una vez por semana, siempre a la misma hora, siempre entre seis y ocho minutos. Aceptaban la llamada y toda la familia era convocada para que diera tiempo de saludarlos a todos, mandarles un abrazo y que ellos completaran en sus mentes los escenarios de mis aventuras, porque el minuto de larga distancia era carísimo y no había manera de compartir fotos, no como hoy.
Para cuando volví, tras un año de viaje, había acumulado un tesoro invaluable de 16 rollos fotográficos de 36 fotos cada uno: casi 600 fotos, de las cuales algunas salían mal. También pasaba que algún borracho te robaba la cámara y se tomaba una autofoto que te irritaba muchísimo porque los rollos y el revelado también eran caros. Ahí estaba tu año sabático, el «mejor año de tu vida», y tenías menos de 2 fotos por día. Porque no le tomabas fotos a tu comida, ni te tomabas 20 fotos en la misma estatua probando tus distintos ángulos a ver cuál salía mejor para subirla a Instagram.
La libertad de que nadie sepa dónde estás
Por primera vez en mi vida, experimenté una libertad que hoy casi nadie tiene: que nadie sepa realmente dónde estás. Los chicos que en estos tiempos viajan solos por primera vez, no están nunca solos. Platican con sus padres todos los días todo el día, les envían fotos en tiempo real, los padres pueden decidir exigirles su ubicación en todo momento. Hay apps para tomar camiones y para traducir las frases que necesitas al idioma del país al que llegas, mapas mucho menos complicados de seguir y que no te hacen quedar en ridículo cuando los desdoblas en una esquina y luego no puedes volver a reducirlos a su tamaño original. Si hay un problema, tus padres pueden arreglarlo desde el otro lado del mundo y, si los extrañas, están ahí, en video, al instante. Nada de esperar, nada de elegir cuál anécdota contar en el tiempo limitado, nada de escribirle una carta a mano a tu mejor amiga, a la que no dejaron ir, y que la reciba en el buzón.
Esta facilidad elimina de la ecuación mucho del aprendizaje que sólo se puede obtener cuando te las tienes que arreglar por ti misma, darte a entender, cuidar tus cheques de viajero, encontrar cuál es la tarjeta de teléfono más rendidora, en cuál teléfono público, si aprietas el 4, podrás hablar por horas sin que te cueste y cuál falafel es el más llenador de la ciudad, sin que te lo diga TripAdvisor. Sin que te digan dónde puedes cambiar dinero sin pagar comisión aunque sospeches que es ilegal y cuáles son las malas palabras que harán que el tipo que te grita cada mañana con sonrisa perversa, se calle la p**a boca.
Hoy tienes que tener cuidado: tus padres pueden detectar, en las fotos que tus amiguitos suben cada dos minutos, si les mentiste acerca de tu plan del fin de semana, pueden saber si estás sola o no, si uno de tus amigos del kibbutz sostiene un porro gigante o si hay una chica semidesnuda dormida en el fondo.
Este afán de comunicación intermitente, de conversaciones que nunca se acaban, fotos que a nadie le importan y generaciones enteras de chicos que, en vez de mirar el maldito #atardecer #nofilter #lesjuroquenofilter buscan el filtro más natural para que #nofilter y que en vez de cantar en los conciertos los filman, le han robado al viaje mucho de su esencia, y su esencia en principio es el aprendizaje, el tener los sentidos abiertos, absorber todo lo visto, escuchado, olido, sentido, en fin, lo vivido, digerirlo e integrarlo a tu manera, sin prisas, #sinfiltros, y entonces contarlo.
Contarlo a la vuelta, cuando ya eres la hija pródiga y experimentada que sobrevivió cosas que jamás le contaría a sus padres, pues es más práctico tener una navaja suiza en la mano que un smartphone cuando un tipo tambaleante entra a tu cuarto de hostal de mala muerte, mejor un libro en un tren y no Candy Crush, mejor una cámara que te obliga a pensar en qué es realmente lo que quieres recordar y que hace que pases más tiempo contemplando y menos llenando la nube de #yoaquí #yoallá #yoacullá y que, tras espantar a las moscas que te rondan la cara, abras los ojos y veas el amanecer en la playa, junto a una chica que nunca creíste que sería tu amiga, y sonrías en silencio pensando que nadie más sabe dónde estás y que, en ese instante, no quieres estar en ningún otro lugar.