Deslicé la puerta corrediza de madera y entré con cuidado en el sento, un baño público japonés. La anciana a cargo parecía no notar mi presencia. Estaba sentada detrás de un mostrador, casi tapada por una pila de toallas de alquiler. Me acerqué y pagué la tarifa para bañarme. Desde donde se encontraba, la abuela tenía perfecta visibilidad de los vestuarios desprovistos de cortinas. Sentí vergüenza de tener que desvestirme frente a ella. Aunque probablemente, después de trabajar toda la vida allí poco le importasen los cuerpos desnudos de los clientes. Me dio el vuelto calmadamente. Noté que sus ojos se posaron en la pantalla de un pequeño televisor portátil que tenía frente a sí.
El sento lleva el nombre de Yama no Yu y su derruida construcción data de 1950. Hoy, como antaño, hombres y mujeres japoneses visitan estos establecimientos característicos en esta región del mundo. Pero los baños públicos no son sólo lugares para el aseo personal: se trata de instituciones sociales, lugares de reunión donde jubilados y vecinos mantienen y refuerzan lazos de solidaridad. Allí circulan los chismes de casamientos y muertes. En estos recintos, una pequeña comunidad se crea y recrea constantemente. Los sentos, que se originaron cuando las casas de familia aún no contaban con sistema de duchas, tienden progresivamente a desaparecer ya que cada vez más son reemplazados por la bañera en casa: para muchos tokiotas el baño público es un lujo que excede las posibilidades actuales de tiempo y dinero.
Sin embargo, éste y otros oficios tradicionales aún subsisten, resistiendo estoicamente los embates de la globalización de los modos de vida. Esto puede constatarse es Yanesen, un área formada por la yuxtaposición de tres barrios limítrofes: Yanaka, Nezu y Sendagi (Yanesen es la abreviatura formada por la primera sílaba del nombre de cada barrio). Por alguna razón, Yanesen se ha mantenido al margen del circuito turístico que envuelve a destinos típicos como Asakusa o Ueno. Para los locales, Yanesen mantiene viva la esencia de “Shitamachi” (literalmente “ciudad baja”), una zona cercana al mar originalmente poblada por mercaderes y artesanos en la época de Edo. En contraste, las clases más ricas residían en las montañas, aisladas de lo que consideraban como la plebe. Muchos de los actuales pobladores de Yanesen descienden del linaje de aquellos artesanos, y sus oficios cuentan con una tradición que se extiende a lo largo de varias generaciones.
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Son las once de la mañana y camino por el intrincado laberinto de callejuelas que conforman Nezu. Las casas son bajas y, más allá del deterioro propio del paso del tiempo, se mantienen intactas ya que no sufrieron daños severos durante el Gran Terremoto de Kanto o los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial. Me detengo en Kintaro Ame, una popular tienda de caramelos artesanales cuya característica más llamativa es que tienen pintada la cara de un niño llamado Kintaro. La técnica de fabricación fue inventada hace por lo menos ciento cincuenta años, y continúa utilizándose desde entonces. Grandes frascos circulares de vidrio llenos de caramelos llaman mi atención. Los precios escritos a mano, la balanza mecánica y unos posters de la época del Emperador Hirohito indican que el negocio funciona aquí desde hace tiempo.
Entro y comienzo a charlar con el dueño, un amable anciano de apellido Kimura. “Soy la tercera generación de carameleros. Aprendí de mi viejo”-dice con notoria timidez de ser entrevistado. “Nos poníamos aquí y hacíamos la masa para aplastarla en rollos largos que luego cortábamos en pedazos de igual tamaño. Cada caramelo es envuelto a mano. Hace más de cincuenta años que los fabrico todas las mañanas”- apunta con orgullo. Sin embargo, las finanzas no son asunto fácil para los fabricantes de Kintaro Ame. Las ventas han caído en picada comparadas con el nivel de auge de otras épocas. “Cualquier día de éstos puede ser que cierre de una vez y para siempre”-comenta con un matiz de tristeza en los ojos. Lo cual no es difícil de entender: la competencia contra las multinacionales que inundan el mercado con sus productos puede ser virtualmente imposible. Son pocos quienes tienen tiempo para ir hasta una tienda artesanal y elegir caramelos. Y cuando lo hacen, es algo esporádico que representa más bien un acercamiento a nostálgicos tiempos de infancia que una costumbre cotidiana.
Pienso cuando de chico compraba caramelos de la mano arrugada del viejo kioskero al lado de mi casa. El contacto humano deja improntas imborrables que difícilmente pueden ser reemplazadas por una máquina dispensadora o las relaciones impersonales en las grandes ciudades.
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Yanesen, conocido por la gran concentración de templos y cementerios budistas, también ostenta una gran producción artesanal de alimentos como el tofu, el taiyaki (una especie de panqueques rellenos con pasta de porotos azuki) o el sembe, que son unas galletas crocantes de arroz de gran popularidad entre los japoneses. Ocupando el frente de una de las esquinas del barrio se halla Daikokuya, una tienda de sembe que lleva cuatro generaciones funcionando. “La gente nos elige porque no se encuentra este sabor en el supermercado”-dice la dueña con un gesto amable. En la vidriera están expuestas las distintas variedades de galletas y, adentro, marido y mujer trabajan codo a codo. Sentados frente a la parrilla debajo para la cocción de la masa, la pareja de artesanos sigue adelante con el oficio de sus padres, sus abuelos y sus bisabuelos.
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Azu Miyahara, 31, jamás había imaginado hacer lo que hace hoy en día. Ella y su familia fabrican bañeras y utensilios para bañarse tales como pequeños baldes y cuencos para echarse agua sobre el cuerpo. Me recibe en el local que funciona como atelier y hablamos largamente sobre cómo llegó a convertirse en artesana.
La posibilidad de desarrollar esta especialidad era especialmente remota para Azu porque en Japón este oficio es considerado patrimonio de los hombres. “Irónicamente, mi interés nació durante un viaje por Firenze.” dice mientras mueve las manos con delicados movimientos. “Allí pude ver cómo artesanos italianos seguían utilizando técnicas de cientos de años de antiguedad, y cómo se transmitían de padres a hijos. Pensé que era una pena que el conocimiento de mi familia se perdiese: volví a mi país y le pedí a mi padre que me enseñara. Llevo ocho años en el oficio, y no lo cambiaría por nada”. Azu es la continuadora del legado de al menos cinco generaciones de artesanos.
Aunque para los Miyahara es duro ir en contra de las tendencias actuales de utilización de productos de plástico (que son más baratos y duraderos en comparación con la madera), todavía hay personas que prefieren las bondades de una bañera fabricada con elementos naturales.
Al entrar en contacto con el agua caliente, la madera exhala un suave aroma que produce terapéuticos efectos de relajación, recomendados por las medicinas autóctonas de distintos lugares del mundo. En un sentido muy real, su trabajo contribuye a la salud de sus clientes.
Cae el atardecer sobre Nezu y en las numerosas tabernas que se apiñan en las calles laterales de la estación, los cocineros hacen los preparativos para la cena y para atender a los clientes que se darán cita hasta entrada la madrugada.