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Perú en cuatro estaciones

by Victoria Garino 29 Mar 2011
El año de Victoria Garino en Perú empieza con el otoño de Arequipa y sigue por Cuzco, Ica e Iquitos.
Otoño: Arequipa. ¡Ari quepay!

«Ciudad con fisiología de semilla, pues donde cae un desacierto brota enseguida una revolución.»
Alberto Hidalgo

«(…) No se nace en vano al pie de un volcán (…)»
Jorge Polar

Estas frases, entre otras, adornan las arcadas del mirador de Yanahuara, desde donde se puede ver el volcán Misti. Kriss, mi compañero limeño, cuenta que Arequipa es una ciudad por tradición separatista, hace tiempo lucharon por la independencia política en base a la tradicional etnia local. Buscaron en algún momento tener moneda y pasaporte propios, y aunque hoy ya no es una postura radical, no es raro escuchar decir a un compadre que viene «de la hermana república de Arequipa».

Ari Quepay tiene el verde de Sachaca, y las playas de Camaná y Mejía, parques, horizontes de sierras y un río que la cruza. Ergo, me recuerda bastante a mi geografía natal.

Entonces, ¡Ari quepay! que en quechua es: ¡Aquí, quédate!

Instrucciones para una tarde de llovizna.

Almorzar en el mercado, como es costumbre.

Tarde lluviosa y gris en Ari Quepay. De paseo por las librerías del centro, elegir 20 libros de bolsillo y llevar seis, a cinco soles cada uno: Cortázar, Hesse por tres, Juan Rulfo y Sartre. Seguir buscando infructuosamente “La Insoportable Levedad del Ser”, de Milan Kundera (que mucho tiempo después me regalaron en Iquitos y me pareció sumamente aburrido).

Más tarde, helado de coco y crema con chocolate (nota: probar el queso helado). Mientras tanto, revisar el mapa rutero de Perú y elegir algunas playas donde parar. Ir al casino, abandonar a los pibes en la ruleta, recorrer la peatonal y notar que, salvo por la gente, Arequipa tiene un aire a muchasvciudades argentinas.

Masticar una especie de pancho electrónico (una salchicha rodeada de masa crocante) con queso y mayonesa en Yoguis, y tomar un vasito de refresco de maracuyá. Caminar por las calles aledañas, entrar por algún callejón, sacar fotos nocturnas y sentarse frente a la Plaza de Armas a escribir y leer mientras se termina de hacer de noche, dormitar un ratito reclinada al pie de una arcada. Seguir buscando cosas para hacer en Arequipa. Rescatar a los pibes del casino.

Invierno: Cuzco. ¡Oh Yeah!

Penúltimo día en el miski Qosqo. Encontré hace instantes mi futuro reducto en la ciudad, un barcito que ya es mi oasis. Mate de coca por un sol (acá el té se llama mate), narguile para fumar tabaco saborizado, libros, una foto del Che, una chopera en miniatura, un póster de Bob Marley y flamenco fusión en el aire.

Antes de entrar me encuentro sacándole fotos a los murales de la puerta, cuando se asoman dos personajes haciendo muecas. Foto. Me gusta la onda. Entro hipnotizada por el precio del mate.

El local es en realidad una casa de regalos, el bar está en el entrepiso. El bar… bueno, una mesa ratona con almohadones, tambores y atrapasueños repartidos por el piso y el techo. Queda al lado de San Blues, el bar de mi amigo Keny G. Perfecto. Se llama Yea Yea Maracuyea, y tiene un aire a pirata o bucanero, resaltado por los dueños del lugar, dos loros que tienen a tiro al empleado, un gringo bien gringo con tonada «de afuera» y una boina escocesa roja. Como no traje mi libro de Italo Calvino en la mochila -en verdad salí hasta la posta médica para ponerme una vacuna-, agarro un libro de la repisa: “15 Cuentos de Amor y de Humor” del peruano Alfredo Bryce Echenique, elijo «Me cago en la mar serena» y me acomodo en la alfombra roja.

Cierro y abro el cuaderno, escribiendo esto en partes. Me dispongo a tomar mi mate de coca y pasar el frío al fin, separo las hojitas, le pongo azúcar que es siempre rubia -acá el azúcar refinada es difícil de ver, porque es más cara-. Tomo el mate y salgo a la ciudad de las escaleras de piedra.

Primavera: Ica. El escribidor.

Ica está en medio de las dunas que acompañan el Océano Pacífico peruano. En medio también de toda esa arena está la Laguna de la Huacachina. Fuera del oasis de la laguna están las calles de la ciudad, aún semidestruidas por un terremoto relativamente reciente. En esas calles, hay señores que ofrecen sus servicios como dactilógrafos, con sus antiguas Remington o cualquier otra de aquellas anacrónicas máquinas de escribir que muchos de nosotros, románticos, miramos con lascivia, dejando caer una espesa baba desde nuestras comisuras.
El escribidor, en su sillita, sobre una vereda angosta, espera. Sabrán disculpar la ausencia de la tía Julia en la foto.

 

Verano: Iquitos. El Ancho de Bastos.

Hace un tiempo comencé a notar que encontraba cartas en la calle muy a menudo. De las españolas, o las de poker, de todo tipo, palo y color.

Un poco extrañada, pero consecuente con mi personalidad timbera y un tanto supersticiosa, decidí empezar a juntarlas. Así llevo ahora, por ejemplo, un Jocker que levanté en Lima. A veces me acuerdo, otras veces no; la mayoría de los avistajes incluyen una buena cantidad de agua sucia, barro, bosta de caballo, asi que ahí se quedan. Una que recuerdo bien, siempre, y que no levanté, fue un cinco de corazones, en Trujillo me parece. Si alguien sabe de su valor, cante.

Bueno, Iquitos me ha dejado atónita. En principio encontre una o dos en el mercado de Belén, y atiné a levantarlas. Dos cuadras más allá encontre casi un mazo, y ahí ya me di por vencida. Por cierto el piso del mercado es una mezcla de tierra, agua de pescado y quién sabe cuánto más, asi que definitivamente las dejé donde pudiera verlas de lejos. Pensé que sería circunstancial, pero caminando por la ciudad no he dejado de ver si no mazos enteros, diez o doce cartas repartidas en la vereda, en la calle, en los malecones. Y es que aquí la gente pasa las eternas siestas de lenta pero eficiente humedad jugando a las cartas. Se los puede ver en grupos de mujeres, de hombres y niños. En la vereda del bar, o de la botica, en el mercado, en la puerta de una casa.

Igualmente, y algo tiene que significar, cada vez que encuentro una carta huérfana, solitaria entre tantas otras tiradas en masa -o mazo- en las calles de Iquitos, está volteada hacia abajo. Y yo, por supuesto, nunca osaría darla vuelta.