Crédito: Silvestre Sabaini
Lo primero que me viene a la mente cuando pienso en los meses que viví y trabajé en un huerto de cerezas del sur de Nueva Zelanda es el color opaco de los amaneceres y atardeceres desde el interior de mi tienda de acampar. Un espacio de dos metros cuadrados que fue mi casa durante algunos meses, que hizo a un lado cualquier indicio de claustrofobia que pudiera haber existido en mí y que me enseñó que todo lo que se necesita para vivir cabe en una mochilita de treinta litros. Excepto las cobijas, y las cobijas sí que son importantes. También me acuerdo de las estrellas y de cómo sentía que los cielos del sur de Nueva Zelanda eran los más claros que jamás había visto. Me gustaría haber tenido más horas frente al cielo nocturno, pero cuando se trabaja en la pizca y la oscuridad dura cerca de cinco horas, rara vez se vive de noche.