Todo lo que tienes que saber sobre la forma de vestir de los americanos hace 500 años

by Xiu 20 Dec 2016

Una escena impresionante que debieron haber observado los conquistadores españoles al entrar por primera vez en las calzadas y los canales de la gran Tenochtitlan: colores de plumas de aves extrañas y piedras preciosas integraban los diseños y las texturas de los ropajes de esa gente desconocida para los europeos.

Los relatos de los invasores describen los tocados y las joyas de los nativos y las joyas de oro que portaba el gobernante. Algunos se deslumbran con la opulencia de las tierras recién conquistadas, otros se detienen a examinar piezas únicas de labrados extraordinarios, pero todos coinciden en el colorido y la diversidad de diseños de los textiles y el arte plumario.

La vestimenta de la antigua civilización mexica estaba determinada por una rígida estratificación social, ordenada según rangos militares y sacerdotales. Esta jerarquía establecía cánones estrictos en la indumentaria de cada individuo. Los rangos sociales podían distinguirse a simple vista por los atributos que portaba cada uno de los encumbrados personajes.

 

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Los varones macehualtin, la mayoría de la población campesina, vestía el maxtlatl. Ropa manufacturada con ásperas fibras de ixtle (henequén, agave o yuca) con la que envolvían su cintura, y con ciertos nudos peculiares dejaba caer las tiras colgantes al frente y detrás del cuerpo cubriendo las partes púdicas. Vestidos simplemente con el maxtlatl, los hombres realizaban sus quehaceres cotidianos y deambulaban por la ciudad llevando mercancías al mercado. Abastecían su hogar de alimento y leña, atendían las festividades religiosas, acudían a algún templo o trabajaban la tierra en sus chinampas ribereñas.

Por otro lado los pilli (guerreros heroicos), los nobles y los sacerdotes, quienes formaban parte de la más alta sociedad, tenían el privilegio de lucir el tilmatli o la tilma. Estas grandes mantas se amarraban sobre uno de los hombros. Hechas con algodón, eran aderezadas con bellos bordados simbólicos, llevaban entretejido pelo teñido de conejo (tochomitl), cascabeles de cobre y adornos de oro y plata. Con dibujos mostraban el rango militar o religioso de quien las portaba. Para engalanarse aún más, estos señores usaban orejeras, para lo cual perforaban el lóbulo de la oreja, narigueras que atravesaban la nariz, y bezotes que adornaban la parte inferior del labio. Estos eran de oro, obsidiana, ámbar, cristal de roca, jade, turquesa u otros materiales.

 

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Los majestuosos tocados, hechos de plumas preciosas traídas como tributo de sitios lejanos, coloreaban la escena. Las plumas de cotinga, de quetzal y de otras aves multicolores formaban parte de los premios otorgados por el tlatoani en honor a su valentía guerrera. Los sartales de cuentas de jade, turquesa, oro o de caracolitos marinos adornaban los cuellos de hombres y mujeres.

Los pectorales pendían como ornato sobre sus orgullosos pechos y en los brazos llevaban brazaletes de distintos materiales preciosos, algunos fabricados con mosaicos de turquesa y oro. Las ajorcas que adornaban sus tobillos eran elementos bellamente labrados o constituidos con hilos de cuentas, caracolitos o cascabeles que se usaban en ocasiones especiales.

Los pies estaban protegidos por sandalias de cuero, llamadas cactli, lujo que simbolizaban la nobleza y la dignidad. Engalanados, paseándose por la ciudad, debieron haber constituido una bella postal. Sin embargo, el único que podía ostentar la diadema de oro y turquesa llamada copilli era el tlatoani o jefe, a quien nadie podía mirar a los ojos, en señal de respeto.

Ningún elemento de la indumentaria se llevaba por azar o por gusto. Algunos trajes eran manufacturados para usarse solamente en determinadas ocasiones, y los sacerdotes se vestían de acuerdo con la actividad religiosa que desempeñaban: llevaban los cabellos largos anudados por la espalda con un cordel de algodón. Los funcionarios, asumiendo sus privilegios, debían vestir la indumentaria requerida.

Asimismo, la vestimenta que los guerreros llevaban a la guerra variaba según el rango. Su indumentaria consistía en una protección acolchada de algodón la cual se cubría con plumas de distintas aves para dar el aspecto de algún animal. Esta especie de disfraz, tlahuiztli, se completaba con un casco de cabeza animal, y por sus fauces se asomaba la cabeza del militar, como los famosos guerreros águila y jaguar. Los demás guerreros usaban solamente el ichcahuipilli, una armadura en forma de jubón acolchado con algodón la cual les protegía el cuerpo de los ataques con flechas.

 

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El armamento y la parafernalia guerrera consistía en un escudo de madera, el chimalli cubierto con plumas, que ostentaba un diseño con la insignia guerrera correspondiente, el átlat o lanzadardos, una macana incrustada con filos de obsidiana, arco y flecha, además del pamitl, que era un estandarte.

De la misma manera, los guerreros llevaban un peinado distintivo que los marcaba como héroes de guerra. El joven que había capturado un enemigo, aunque fuera con la ayuda de sus compañeros, tenía el derecho de raparse el cabello de un lado más largo que del otro, subía de rango y lucía su valentía con el peinado de tzotzocolli.

El guerrero que ya tenía en su cuenta cuatro víctimas, se arreglaba el cabello con un mechón erecto hacia arriba y anudado, llamado temillotl, cuyo significado es columna de piedra, y se privilegiaba, de acuerdo como lo señala Sahagún, llevando “bezotes de piedras preciosas de diversos colores, y borlas para ponerse en la cabeza, con tiras de oro entretejidas a las plumas ricas… y mantas ricas de los Señores de diversas divisas, y …maxtles preciosos y bien labrados…”, lo que lo distinguía como tequihua (alto grado militar)”.

 

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Durante las festividades religiosas, los aderezos de la jerarquía encumbrada se cuidaban minuciosamente. Algunos personajes se vestían con el xicolli, especie de camisa abierta anudada al frente, a manera de chalequillo. Otros, llevando su tilmatli, adornaban su cabeza con grandes tocados. Sus vestimentas recordaban lo más glorioso, evocando y personificando a los dioses, honrándolos y adorándolos. Brillaban el oro y las piedras preciosas, sonaban sonajas y tambores, los caracoles hacían las veces de trompetas y se oían desde lejos. Los cascabeles, atados a los tobillos y a las muñecas, sonaban al ritmo de los bailables festivos.

En el caso de las mujeres, el atuendo cotidiano consistía en una prenda base, el cueitl. Se trataba de una manta rectangular larga que funcionaba como una falda, la cual se “enredaba” a la cintura y se sostenía con el nelpiloni, es decir una cuerda o cinturón.

Las faldas podían ser sencillas o llevar remates o “enaguas”. Los diseños de los bordes podían variar, desde una cenefa que limitaba la sección inferior de la manta, hasta una complicada xicalcoliuhqui o serpiente escalonada. El cueitl era liso o decorado con bellos diseños que incluían flores y motivos geométricos elaborados. La mujer, que en su casa trabajaba arrodillada en la molienda del maíz inclinándose sobre su metate o tejiendo en el telar de cintura, llevaba los senos al descubierto, y al salir a la calle los cubría con el uipillo o huipil.

 

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Esta especie de camisa suelta, sin mangas, llegaba hasta la cadera. Otras mujeres usaban el quechquemitl, prenda romboidal que se metía por la cabeza y cubría el pecho, cayendo en forma triangular. Este cubrimiento estaba destinado únicamente para las mujeres de alto rango. Las tejedoras se esmeraban en bordar bellas figuras con hilos teñidos por la cochinilla, el índigo, y los óxidos de hierro, bajo cánones estéticos y simbólicos establecidos.

 

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El peinado de las mujeres también era un distintivo social. El peinado designado por los cronistas como de “cornezuelos” consistía en un entrelazado complicado: el cabello y los hilos de algodón se trenzaban terminando en dos pequeñas puntas arriba y a los lados de la frente.

El tlacoyal, como se le conoce en algunas regiones de México, mostraba el empeño que las mujeres tenían en acicalarse, reflejándose en la diversidad de creativos peinados. Según algunas fuentes, este peinado era exclusivo de las mujeres casadas, ya que las jóvenes y las solteras debían usar el cabello suelto. Así como los hombres, el sexo femenino podía usar joyas de acuerdo con su rango social, a excepción del bezote que era una prenda exclusivamente masculina. Las mujeres gustaban de adornarse con collares y pulseras, no importando la clase social a la que pertenecían.

 

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Los materiales podían ser desde el más ordinario barro, hasta cuentas de jade, de oro y de turquesa. Se embellecían coloreándose la cara, tiñéndose el cabello con tintes minerales, tatuándose o pintándose el cuerpo. El algodón fue privilegio de los nobles, mientras que la fibra del henequén era utilizada por las personas de bajos recursos.

México-Tenochtitlan fue mosaico de colores y texturas. En esa sociedad la moda no existía, la indumentaria obedecía a una determinada jerarquía, y los atavíos fueron impuestos por la clase gobernante para diferenciar el rango social.