Te confieso, gallego, que nunca había oído nombrar tu ciudad. Para mí, toda Galicia era una ciudad, o quizá una región, o quizá una aldea, sí, la aldea en la que nacían todos los Manolos y Venancios de los chistes que se cuentan aquí en México. Pero ¿Vigo? Jamás. La busqué en la pantalla y ahí estaba: pequeña, desconocida, entre las montañas, junto al mar, junto a los ríos, besando a Portugal. Tanto verde, tanto azul, tanta arena, y yo sin saber.
Pues es la ciudad más grande de Pontevedra, proclamaste orgulloso, y yo pensé en los millones de la Ciudad de México y en que la población de Vigo era igual a la de Irapuato. Tu ciudad había crecido a partir de la inauguración de la planta automotriz de Citroën en 1958, que le dio trabajo a muchísimos hombres y mujeres de ahí y de los alrededores. Antes de eso debió de ser más ese pueblo que yo imaginaba, en el que los hombres pescaban sargo, merluza o rape, ese pez tan feo que hasta da pena, y las mujeres horneaban empanadas o cocían algún marisco de nombre bonito como bogavante, zamburiña o santiaguiño, o algún otro con cara de pezuña como el percebe. Un pueblo con olor a puerto y pan.
Me presentaste a tu ciudad como quien presenta a un amigo cuya presencia será, por siempre, no negociable. Quiérelo, porque yo lo quiero. Si no te cae a la primera, verás que con el tiempo. De los gallegos: que al principio son herméticos pero que al abrir las puertas sólo vuelven a cerrarse a tus espaldas, contigo dentro de la casa, la recámara, la cocina. Entonces será una vida de cañas, pimientos de padrón y conversaciones mitad en gallego y mitad en castellano acerca del clima, pues «hablar del clima» no es comentar trivialidades: es hablar de la vida misma. Si lloverá y cuál de los 20 tipos de lluvia será, si bajará la niebla y tendremos esa humedad que cala hasta la médula, si tendremos “veroño” este año, si compramos un deshumidificador nuevo y si es cosa de chaquetita, bufanda o chamarra de plumón.
A tu amigo le pediste que me tratara bien. Macho, que es mi novia y ella no sabe que los bares y las cafeterías son la misma cosa, que o eres de Mahou o eres de Estrella Galicia y que la 1906 la pondrá borracha al cuarto sorbo. Tenle paciencia en lo que entiende nuestras calles, que no son ni cuadradas ni redondas ni de ninguna otra forma discernible, en lo que se decide a cruzar por los pasos de peatones sin agradecerle a los conductores, en lo que aprende a llegar a tiempo, pues su pretexto del tráfico eterno de la CDMX acá no le va a servir de mucho. Ya entenderá que sus tacones acá «no molan», que todo se camina y todo es cuesta arriba y las cuestas abajo se nos olvidan pronto, y que se come a la hora en que se come y punto.
En invierno nos dimos la mano y fuimos corteses. Recorrí la calle Príncipe y me metí dentro de un monumental árbol de Navidad hecho de lucecitas. A mi alrededor, los niños con gorritos tejidos se tomaban fotos, hacían sus listas mentales para el Día de Reyes, que importa más que la Navidad, y comían gofres provenientes del mismo puesto diminuto. Las terrazas de los cafés estaban llenas de gente bien envuelta que, a 8 o 4 grados, salía porque salía. Los perros, casi todos de razas muy pequeñas, lucían sus abrigos y, a 8 o 4 grados, se bebía cerveza helada lo mismo que en verano.
Fuimos a los miradores, a Monteferro, donde los jóvenes siguen haciendo el amor en los asientos traseros, y donde tú subías en bicicleta para ver las Rías, las Islas Cíes y el océano más allá, y olvidarte de algún problema. Donde hay, a cada paso, un hoyo en la tierra de donde hace rato salió un topo que nunca alcancé a ver. Me mostraste el lugar exacto en el que te accidentaste por manejar demasiado rápido: una curva filosa rodeada de árboles muy altos. Y aquí es donde venía a pescar con mi padre, que pesca con caña, y aquí donde me gusta pescar a mí. ¿Con caña? No, en apnea, con traje de buzo y arpón. Yo miré el acantilado y tragué saliva, pensando por un lado en el rape arponeado y por el otro en el novio azotado contra las rocas. ¿No es peligroso? Qué va. Me contaste de las Tres Marías, un conjunto de tres olas que llegan cada tanto, hacen naufragar a los barcos y temblar a los pescadores. ¿Y a los buzos? Qué va. Hay que tenerle respeto al mar, miedo no. Y luego, ¡zasca! Rematas los pulpos de un golpe en la cabeza y listo. Un poco de aceite de olivo extra virgen, pimentón, y eso está que te mueres.
Más allá están las bateas, esas plataformas de madera de las que cuelgan largas cuerdas a las que ingenuamente se adhieren los mejillones para después ser cosechados en toneladas. Cuarenta mil al año, para ser exactos. Esta playa es Samil, en la que tríos de señores caminan en «chándal», y que se llena de niños en verano y de perros en invierno. Aquí está la de las conchas, la del bosque, la que parece una piscina, las otras pequeñas, agazapadas tras los acantilados, y esta, mi amor, es mi playa favorita. Sobre todas, sobre la ciudad entera, gritan las gaviotas, que te robarán la comida si te descuidas y que, verás, pierden la gracia pronto.
Y eso, mi amor, es cigala, y eso nécora y eso erizo, que está que te mueres, y esa es mi tienda de accesorios de pesca y ese de la foto soy yo cuando pesqué un congrio de no sé cuántos kilos. Así huele el puerto, así la sal, así el agua de río, el agua estanca, la brisa. En tu casa me topé con diez recipientes de cristal, todos llenos de caracolas. Iba entendiendo que Vigo es el mar, lo de alrededor del mar, lo de adentro del mar.
Volvimos en verano y en otoño, visitamos los pueblos aledaños para comer quesos de aquí, mazapanes de allá y patatas bravas que a veces eran más bien dóciles, y cerveza, mucha cerveza, desayunos de pan tostado y café con leche. Me pensé en la montaña, explorando con mis perros, leyendo en una playa para poder decir «esta, mi amor, es mi favorita», caminando, siempre, por las calles que son como tú: sobrias, con esquinas de belleza añejada por descubrir, con sorpresas de ultramodernidad que no pierde el olor a pueblo. Pescador programador, primer mundo y te topas, en la carretera, con dos bueyes y una carreta, la compra del día junto a las mismas señoras a la misma hora, con el mismo carnicero y la misma barra de pan fresco que se recoge cada mañana.
Tu ciudad no es presuntuosa: se guarda, como tú, gallego, su encanto para quien esté dispuesto a tomarse el tiempo. Abriga sus arenas más suaves tras huertas de cardos espinosos, y nunca alza la voz. Tiene pocas iglesias, muchos bares, coches pequeños y helados sorprendentes. Las mujeres andan en motoneta, los mayores regañan sin reparo a los niños y a los perros ajenos, y de cuando en cuando escuchas balar a una cabra. Si hace buen tiempo, lo mismo te topas a un par de abuelos tapeando, que a sus nietos persiguiéndose en las plazas a media noche. Lo mismo a una mujer tomándose un martini mientras lee a Dostoievski, que a un grupo de adolescentes andando en patineta y pasándose una botella a hurtadillas.
Tu Vigo está llena de palabras bonitas, de rincones por los que asoma el mar entre las oficinas, las bodegas de salar pescado y las cuestas que célebremente tornean las piernas de las mujeres viguesas. Parece sencilla pero tiene sus caprichos. Como tú, gallego. Me invita a sentarme y me mira con suspicacia, me compra los tragos y luego me hace una pregunta difícil. La camino y de pronto me camina por dentro, con todo y su humedad y sus 4 u 8 grados. Le doy el primer beso en la mejilla y cuando giro para darle el segundo, me besa en la boca.
No busca convencerme de nada porque es lo que es, con sus cuatro estaciones, sus paredes grafiteadas, sus parques frondosos y sus islas de paraíso. Se me abre, vieja, nueva, de subidas y bajadas, de un sol y veinte lluvias, muy de ayer y bastante de mañana. Me enamora con sus historias de meigas, con sus melodías de gaitas, con sus esculturas feas, tan feas, que hasta son bonitas, con sus casas de piedra que parecen frías y son cálidas por dentro, como tú, gallego, con su encantadora terquedad de inmovilidad y su marea que danza por siempre. Con los secretos que aún me guarda y las verdades que hoy me cuenta. Como tú, gallego.