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¿Cómo se celebraba el Día de Muertos en la Ciudad de México del siglo XIX?

The Federal District
by Ana Elba Alfani Cazarin 16 Oct 2019

¿CÓMO SE CELEBRABA EL DÍA DE MUERTOS EN EL SIGLO XIX?

En 1895, un periodista anónimo de la revista El Mundo, escribió sobre cómo la muerte, entre los mexicanos, seguía sirviendo «de pretexto para gozar de la vida con mayor expansión que nunca». Si alguna vez te has preguntado cómo era la celebración del Día de muertos en el México prerrevolucionario, aquí yo te lo cuento.

“Dos grandes días de fiesta, alegres, bulliciosos, desordenados, con abundante gasto de dinero, con comidas especiales, de paseo, de lucimiento, para hacer regalos, donde ardía la cera en profusión. De borrachera popular y, sobre todo, de mucha diversión para todos los sectores de la sociedad”. Así describía María del Carmen Vázquez M. (Instituto de Investigaciones Históricas, UNAM) a las tradiciones mexicanas de los primeros dos días de noviembre durante el siglo XIX, que extasiaban a muchos y ofendían a otros tantos.

De curiosos y tragones estaban llenos los panteones…

En el siglo XIX, la Ciudad de México contaba con siete cementerios, y visitarlos se convirtió en un verdadero paseo, puesto habiendo sido reformados o recién inaugurados durante el decimonono, eran considerados “bellos¨ por sus monumentos, sus calzadas arboladas y las flores aromáticas. Escritores de la época registraron esta costumbre muy mexicana de visitar los panteones en familia.

Desde el 30 de octubre se iba a limpiar y arreglar las tumbas de los familiares muertos, aunque la mayoría llegaba el primero de noviembre, por ser fiesta de guardar. Las familias de clase alta mandaban a la gente a su servicio para que limpiaran, pintaran y pulieran sus capillas y los sepulcros de mármol, que después se engalanaban con candeleros y cirios, jarrones con rosas y azucenas, coronas de flores artificiales o elaborados con chaquira, a la manera francesa.

El 2 de noviembre, una multitud llevaban ramo y coronas de flores frescas, en especial de flores de cempasúchil.

Todo buen católico estaba obligado a asistir a las tres misas en ese día. Luego todos, ricos y pobres iban nuevamente al panteón, para saborear pulque y comida junto a la tumba de su difunto.

La visita a las reliquias de santos y mártires

En las iglesias, el altar se enlutaba y en el centro se colocaba un ataúd cubierto de tela negra -y en ocasiones morado-, adornado con calaveras y diseños relacionados con la muerte. A la entrada del templo se situaba un sacerdote con sotana de luto, junto a una mesa cubierta con un paño negro, sobre el que se colocaban un Santo Cristo, una calavera, dos cirios y un acetre, que es un recipiente pequeño con agua bendita. Él se encargaba de recibir las limosnas que los fieles daban, decir las oraciones, así como rogar por las almas condenadas al Purgatorio.

Durante los días de Todos Santos y de Difuntos, los capitalinos acostumbraban visitar las reliquias de los santos que se veneraban en la Catedral. Seguramente el espectáculo habrá sido sobrecogedor, con los templos en penumbra, iluminados por velas, los lujosos relicarios y urnas de oro y de cristal con las reliquias. El escritor mexicano Ignacio Manuel Altamirano (1834-1893), escribió:

“Frente a ellas se arrodillaba una multitud devota de todas las clases, y no pocos, les atribuían prodigios milagrosos”.

Otra costumbre instituida a mitad del siglo XVIII era el redoble de campanas que empezaba solemnemente en la Catedral desde la víspera, reproduciéndose en las demás iglesias, parroquias, conventos, capillas y ermitas, con pausas de un cuarto de hora.

Una crónica en un periódico de la época, la describe como “una vibración incesante, acompasada, ronca y lúgubre», que producía sentimientos amargos, que evocaban la memoria de la persona amada difunta; invitando a la plegaria, al recogimiento y a las lágrimas».

¡El muerto al pozo y el vivo al gozo!

Después de las visitas piadosas, ricos y pobres se dirigían al Paseo de los muertos, un recorrido singular, lleno de puestos atiborrados de mercancías propias para estos días, que hacían la delicia de chicos y grandes.

Se disponía cerca del zócalo capitalino, donde alguna vez se ubicó el Mercado del Parián. Eran instalados puestos de comida, dulces y juguetes especialmente elaborados para este día. Los niños podían comprar tumbas de juguete hechas de tejamanil (listones delgados de madera) pintadas de negro y adornadas con orlas blancas y candeleros de carrizo en sus cuatro extremos; también vendían esqueletitos de barro, cuya extremidades y cráneos se sujetaban al cuerpo por medio de alambres. Había muertitos tendidos que representaban a un fraile o una monja con mortaja, y que cuando se jalaba de un cordoncito, se sentaban.

Una gran variedad de dulces cubiertos, palanquetas, calabaza en tacha, alfeñiques elaborados por las monjas de San Lorenzo, cráneos, esqueletos, tibias y otros huesos hechos con azúcar vaciada. Además podían comprarse panes de diversas figuras coloreados con azúcar roja o con grajeas.

Frances Erskine Inglis, esposa del diplomático Don Ángel Calderón de la Barca, escribió en su libro “Life in Mexico During a Residence of Two Years in That Country” (1843), sobre estos puestos de Día de Muertos:

“El domingo último fue la fiesta de Todos Santos. En la tarde de este día nos paseamos bajo los portales…para ver las luminarias y los numerosos puestos cubiertos de ringleras de “calaveras de azúcar” enseñando los dientes y ofreciéndose a la tentación y gusto de la chiquillería. Suele ir la gente en esta ocasión muy bien vestida… gritaban las viejas mujeres en los puestos con perseverante y destemplada voz “¡Calaveras, niñas, calaveras!”; pero también había animales de pura azúcar de todas las especies y suficientes para formar un Arca de Noé”.

Dado que el paseo se convertía en una auténtica verbena popular, se ponían hileras de sillas para que los paseantes se sentaran a descansar de tanto trajín. También, en la Alameda Central con sus frondosos árboles de jacaranda y sus hermosas calles, se acostumbraba dar largos paseos, sobre todo las personas de clase alta. Se colocan mesas al aire libre, unas tras otras, decoradas con discretos distintivos sobre la muerte, generalmente elaborados en dulce de alfeñique o mazapán; se tomaba té, galletitas y hasta una merienda ligera.

La periodista Sonia Iglesias escribió:

“¡Admirable coincidencia con el día! Pues en lugar de llorar a sus deudos, los más endulzan su memoria con el paseo”.

Cerca de las 10 de la noche, todo el mundo regresaba a sus hogares para encender las velas de los altares de muertos.

Desde entonces se pedía la calaverita

Los serenos -encargados de dar la hora-, y los aguadores -que repartían y vendían el agua en los cementerios para limpiar las tumbas, pedían su “calavera” u “ofrenda”. Y, como recuerdo, obsequiaban unas sencillas hojitas que mandaban a imprimir con versos graciosos, en los que se solicitaba la merecida cooperación.

Esta era una costumbre que vino de España donde los jóvenes salían a pedir limosna, de casa en casa, para obtener dinero que entregaban al cura con el propósito de obsequiar misas a los muertos.

Don Juan Tenorio se vuelve famoso

Una más de las costumbres decimonónicas que persisten hoy día,es la de asistir a la representación de una obra teatral que. en 1844, se estrenó con gran éxito: Don Juan Tenorio, cuyo autor fue Don José Zorrilla y del Moral (1817-1893), poeta y dramaturgo español nacido en Valladolid, España. Debido a que esta obra era considerada un drama religioso-fantástico, donde la muerte es uno de los ejes temáticos, se creyó que era adecuado presentarla en las fechas cercanas al Día de Muertos.

De luto pero sin perder el glamour

El luto, en el siglo XIX, era cosa seria. Las mujeres de “la alta” impusieron la moda de vestir de negro para el Viernes Santo y el Día de muertos, cosa que José Joaquín Fernández de Lizardi (1776-1827) describió que se hacía “más por lujo que por sentimiento”.

Para la segunda mitad de ese siglo, toda la gente que iba a la iglesia el 2 de noviembre lo hacía «vestida de luto». Previo a la festividad de noviembre, modistas, peluqueros, sombrereros y zapateros se veían llenos de trabajo, envueltos en el ir y venir de las señoras que deseaban lucir a la “última moda de parís”, en cuanto a atavíos y afeites.

Ya ves que hay muchas costumbres que aún persisten, y otras que se han esfumado con el tiempo. ¿Cuál es tu tradición favorita del Día de Muertos?