Como parte de los festejos del Centenario de la Independencia, Porfirio Díaz se dio a la tarea de construir e inaugurar obras que le mostraran al mundo el momento de progreso, prosperidad y modernidad que vivía México en 1910. Así fue que se construyó el Manicomio General La Castañeda, que fue inaugurado el 1ro de octubre de ese año, ante los representantes de la política nacional e internacional y miembros de la clase alta de la época.
Esta es la escalofriante historia del Manicomio General de La Castañeda
La institución cumplía con una doble función, ya que era hospital y asilo que atendía a enfermos mentales de ambos sexos. Se ofrecía además un espacio donde se propiciaba la enseñanza médica y los últimos avances en psiquiatría. Satisfacer la atención a la salud mental era un símbolo de progreso. Sin embargo, con el tiempo y el desdén, se convirtió en un sitio de horror, cuyas historias escalofriantes aún hoy nos lastiman.
El lugar elegido para su emplazamiento fue la hacienda pulquera La Castañeda, en Mixcoac, que pertenecía a Ignacio Torres Adalid, amigo personal de Don Porfirio. Se creía que su ubicación en las afueras de la capital y el buen clima propiciaría la salud física y mental de los enfermos.
Uno de los impulsores del proyecto fue el Dr. Eduardo Liceaga, precursor de la psiquiatría moderna en México. La arquitectura le fue encargada al ingeniero militar Salvador Echegaray y el diseño se inspiró en el del hospital psiquiátrico francés Charenton, que utilizaba las herramientas más modernas, y donde el Marqués de Sade pasó sus últimos días.
Los primeros internos fueron aquellos diagnosticados con epilepsia, enfermedad considerada en esa época como idiopática y para la cual no había un tratamiento satisfactorio, ya que además se pensaba que quien la padecía era atraído a la violencia y al crimen.
La Castañeda se dividió en pabellones
Durante su primera década de vida, la Castañeda sobrevivió a la Revolución Mexicana, aún con cierta carencia de recursos debido a la guerra. Mantuvo una calidad de servicio bastante aceptable y una plantilla de unos 350 empleados. A partir de los años veinte se rompió la burbuja de perfección y modernidad y comenzó a gestarse la leyenda negra que llevó a que la institución fuera considerada “la puerta del infierno”.
Los recursos federales y los patrocinios disminuyeron considerablemente, pero lo que sí aumentó fue la población, ya que mantuvo a más de tres mil internos. Es decir, tres veces más de lo que permitía su capacidad. Investigadores de salud pública aseguran que esto se debió a los estereotipos sobre la locura que se encontraban en el imaginario colectivo de la época. La gran mayoría de los pacientes mentales eran discriminados y abandonados; sus propios familiares les rechazaban y los recluían, aunque sus padecimientos no cumplieran los requisitos para ser confinados en esta institución, que se veía forzada a darles asilo.
Se volvió el lugar idóneo para castigar y corregir a aquellos cuyas conductas escandalizaban por romper con lo que era considerado normal. La mayoría de los varones eran diagnosticados con alcoholismo y a las mujeres se les catalogaba de neuróticas. A los indígenas se les internaba bajo la excusa de que eran inadaptados sociales. Los medicamentos oficiales no ofrecían mejoría, porque más del ochenta por ciento de los pacientes no padecían ninguna enfermedad mental.
Además de padecer un abuso de tratamientos de electrochoques y baños de agua helada, los internos sufrían el encierro en cuartos húmedos y llenos de ratas, así como las condiciones sanitarias y médicas cada vez peores.
Un interno con algún retraso mental era tratado como animal. A las madres solteras se les consideraba prostitutas y, a las prostitutas, delincuentes. Se puso de manifiesto la escasa efectividad del personal médico y los derechos de los pacientes brillaban por su ausencia. A pesar de la censura y la cultura cinematográfica de adoctrinamiento para crear la familia mexicana modelo, en los años 50 se rodaron allí escenas de la película La pajarera con la actriz argentina Libertad Lamarque en el papel de una demente.
Antes de celebrarse la XIX Olimpíada en la Ciudad de México (1968), se llevó a cabo la llamada Operación Castañeda: el edificio fue clausurado y demolido y sus 3,500 internos fueron reubicados en seis nuevos hospitales psiquiátricos modernos (como el Hospital Psiquiátrico Fray Bernardino de Sahagún).
La fachada fue rescatada por Arturo Quintana Arrioja (1920-1986), empresario mexicano, quien la compró y trasladó piedra por piedra a un terreno de su propiedad en Amecameca, en el Estado de México.
En el lugar donde había estado el antiguo manicomio se construyó un gran conjunto habitacional llamado Lomas de Plateros. Ahí comenzaron las leyendas de sucesos paranormales.
En 1973, los primeros habitantes solían contar como, por las noches, se escuchaban ruidos de canicas, risas, chapoteos en el agua, y pasos en distintas parte de los departamentos. En la actualidad se dice que, a partir de las diez de la noche, suelen oírse lamentos y muebles que son arrastrados. En los pasillos comunes es posible ver macetas que se mueven solas e incluso personas que suben y bajan escaleras gritando a todo pulmón.
En 2001, Alberto Carvajal, profesor e investigador de la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM), comenzó a buscar a sobrevivientes del manicomio. Pudo ubicar y entrevistar a unos cincuenta que estaban confinados en hospitales de la Ciudad de México. Encontró casos que hoy se antojan absurdos, como el de un vecino de Tepito, de nombre Enrique, quien fue internado por desesperar a sus vecinos, al cantar día y noche. Otro caso fue el de una mujer del Istmo de Tehuantepec, quien fue ingresada a los 16 años de edad, después de ser expulsada de su pueblo.
Seguramente el día 29 de junio de 1968, al cerrar por última vez la puerta, se clausuró la historia de más de 68,000 vidas que jamás podrán contarnos cuál fue su triste realidad.