La mañana del primero de junio de 1994, el arqueólogo Arnulfo González gritó con la emoción propia de quien ha descubierto el tesoro más grande: «¡Está llena de jade! ¡Es el alucine del alucine del alucine!».
Todos lo voltearon a ver con gran admiración y secundaron su júbilo al ver la escena más impactante de la arqueología mexicana hasta ese momento: el cadáver de un niño que aparentemente fue degollado, acompañado de una mujer a la que -todo parecía indicar- le habían extraído el corazón. Ambos estaban colocados a cada lado de un sarcófago, mismo que había sido tallado en una pieza de piedra de 2,40 metros de largo por 1,18 de ancho, con un orificio hacia el interior.