Tenemos una especie de obsesión por viajar bien. Queremos diferenciarnos de ese turista de bermudas y sandalias con calcetines que hemos visto en casa o de ese compatriota al que hemos reconocido por hablar muy alto en castellano a un pobre camarero húngaro que sí, ya ha aprendido algo de español gracias a los turistas monolingües.
En ese viajar bien, el primer acto es decir que somos viajeros, no turistas. Aunque según el diccionario la única diferencia entre uno y otro es que el primero simplemente viaja y el segundo lo hace por placer.