Viajar con mis hijos me ha enseñado lecciones muy importantes que moldearon mi manera de vivir y de entender el mundo. Incluso cuando tengo la oportunidad de viajar sola lo hago con corazón de niña: bebiéndolo todo sin juzgar, siguiendo mis ritmos y tomándome tiempo para descansar, para jugar y para hacer nuevos amigos. Ahora sé que lo mejor que puede pasarme durante un viaje es algo que ni yo misma ni ninguna guía de turismo vamos a poder anticipar jamás. ¡Gracias, hijos, por caminar a mi lado en esta gran aventura hacia lo desconocido!
1. Aprendí que lo que no nos mata nos hace más fuertes…
Hicimos un viaje al desierto de Wirikuta (San Luis Potosí, México) con la gente de Enlace Ecológico (super recomendable). El propósito del viaje era, además de conocer este mágico lugar del mundo, trabajar con la comunidad wixarika de La Cañada (aquí pueden leer más sobre esta aventura).
Mi hijo, que tenía cinco años entonces, tuvo muchos problemas para adaptarse: No le gustó casi nada de lo que nos dieron de comer (solo los frijoles y los tamales, ah, y el chocolate), no se acostumbró a que había solo un baño para todos, ni tampoco le gustó mucho que las tiendas estuvieran tan cerca las unas de las otras. Nos hizo saber sus incomodidades… ¡y lo hizo de manera bien sonora!
Sin embargo, de a poco fue sorteando las dificultades y hoy, cada vez que le pregunto cuál fue su viaje favorito (de todos, no solo de México) me responde: “Conocer el Desierto de Wirikuta, qué lugar maravilloso, ¿cuándo volvemos a La Cañada?”. Aquí lo vemos con nuestro amigo Uriel, quien nos enseñó a recolectar estas flores de cactus llamadas cabuches, que luego comimos en taquitos. Sin dudas, el moverse de un lugar a otro es solo un pretexto, porque el viaje más importante es el que uno realiza hacia su interior.
2. Aprendí a vivir en el presente.
Antes de tener hijos yo era de hacer mega listas con las cosas que quería hacer y los lugares que quería visitar durante mis viajes. Y hasta a veces andaba corriendo de acá para allá todo el día para lograr alcanzar mis metas. Como si la mismísima Lonely Planet fuera a darme una condecoración… Pero bueno, lo hecho hecho está y por suerte de mis nenes aprendí que las mejores experiencias son la que suceden cuando uno está presente de cuerpo y alma, abierto a recibir lo que la vida le traiga en el momento. Así es como suelen andar siempre los niños, hasta que la vida empieza a apurarlos.
Como cuando estábamos en Tepoztlán (México) y yo les insistía a mis hijos para que saliéramos a pasear, mientras ellos jugaban con los perros de la casa en la que nos alojábamos. Me di cuenta de que no tenía sentido apurarlos, porque ellos sí estaban disfrutando del presente y yo no; yo estaba anclada en una posibilidad futura y hasta me estaba estresando… ¡durante un viaje de placer! Así que dejé mi limbo, tomé un libro, me senté en el jardín precioso y me puse a leer mientras los escuchaba reírse. Esta cara de mi hija lo dice todo…
Cuando finalmente salimos, descubrí con sorpresa que el pueblo de Tepoztlán aún estaba ahí. ¡No se había ido a ningún lado! Así que no había razón para apurarse… Es más, creo que Tepoz va a estar ahí por varios años más. Claro que cuando les pregunté a mis hijos cuáles habían sido sus cosas favoritas de esos meses en México los dos respondieron al unísono: “¡Jugar con los perros en Tepoztlan!”. A buena entendedora…
3. Aprendí que no hay extraños, sino gente con la que todavía no nos pusimos a conversar.
Bueno, en realidad creo que es algo que mis hijos aprendieron primero de mí. “Mami, ¿Por qué siempre hablás con personas que no conocemos?”. “Porque creo que lo mejor de la vida está en los ojos y en las risas de las personas con quienes nos cruzamos”. Sin embargo, ellos ahora han perfeccionado mi método y así es que nos hemos encontrado celebrando navidades y cumpleaños con gente que recién habíamos conocido.
4. Aprendí a usar las redes sociales para conectar con familias que viven en los lugares que visitamos.
Desde que me convertí en madre (y en madre de una familia que no vive más de dos años en el mismo lugar), las redes sociales han sido mi salvoconducto. Por eso, siempre que viajamos trato de conectar con grupos de madres locales para intercambiar información sobre cosas divertidas para hacer, o para organizar una tarde de juegos. No hay mejor manera de aprender sobre una cultura que pasando tiempo con su gente, y si es jugando, mil veces mejor. Así fue que conocí a mis grandes amigas de la Ciudad de México, entre charla y charla, mientras nuestros hijos lo pasaban genial. Cuando veo estas fotos, ¡me dan ganas de hacerle una oda a Facebook!
5. Aprendí a que los lugares más divertidos no figuran en la Lonely Planet…
Cuando estaba trabajando en un artículo sobre las mejores cosas para hacer con chicos en la Ciudad de México, les pregunté a los nenes cuáles serían sus dos primeras recomendaciones. “¡El Parque de los Venados y Universum!”. Y debo coincidir con ellos, porque son lugares geniales que no se mencionan en ninguna guía y que jamás hubiera conocido de no ser por mis hijos (y por nuestros amigos del Facebook en la Ciudad de México).
6. Aprendí a hacer lo que hacen los lugareños.
O al menos a intentarlo. En este artículo cuento cómo, durante un viaje a Oaxaca, mis hijos casi me obligaron a comer comida de los puestitos de la calle. “Así mami, como hace toda la gente que nos rodea”. O cuando mi nena insistió en que teníamos que probar chapulines y lo hicimos y… ¡al menos a ella le encantaron!
7. Aprendí a que siempre hay que llevar una muda extra de ropa…
¡Aún para los padres! Aunque todavía no logro ponerlo en práctica… Así fue que me tocó volver empapada en el taxi de regreso a casa, después de que mi hijo jugara en esta fuente que encontramos en el Centro Histórico de la Ciudad de México. Él volvió bien sequito y cómodo, eso sí…
8. Aprendí que, para saborear bien las visitas a los museos, hay que mantenerlas cortitas y en foco.
Desde que soy madre prefiero ir a un museo tres veces, dos horas cada vez, antes que recorrerlo todo en un día (todos los grandes museos tienen días u horarios en los que la entrada es gratuita). Cuando uno estira mucho las visitas a un museo, todo lo visto y lo oído empieza a mezclarse y, por lo tanto, a diluirse. Por eso mejor tomarse un ratito para investigar qué es lo más interesante para ustedes de un determinado museo, disfrutar de verlo y salir con la cabeza fresquita para procesar lo aprendido.
9. Aprendí a seguir el ritmo de mis hijos: a bajar las expectativas e incluso a no tener ninguna.
Cuando viajo, mis hijos marcan el ritmo. Es así o el viaje sería miserable para todos. Claro que, a medida que crecen, hay cosas que se pueden negociar entre los miembros de la familia, pero mientras sean chiquitos hay que respetar a rajatabla sus necesidades de descanso, de juego y de explorarlo todo con las manos en la masa. Yo más que respetar, ya adopté esta manera de vivir y de viajar, y ahora considero perfectamente aceptable pasar toda la mañana en un café mirando la vida pasar, o detenernos dos horas en el camino hacia la cima de una montaña porque ellos quieren explorar un arroyito. Creo que la clave de la felicidad para nosotros, los pobres adultos, está en imitar la mirada de un niño.