En los países con influencia de Occidente, vivimos en sociedades que suelen expresar las cosas en términos binarios, por ejemplo: la alegría es buena | la tristeza es mala. En este artículo, mis reflexiones se dirigen hacia uno de los polos de un binarismo, aquel según el cual el movimiento es bueno, cuánto más rápido mejor | el quedarse quietos o ir despacio es malo. Aunque había leído textos y conversado con personas que cuestionaban que “ir despacio” no necesariamente era algo negativo, solo recientemente esa noción -es decir, los beneficios de ir de a poco- se hizo cuerpo en mí. Ir despacio o tomarnos tiempo se trata de un lujo que no depende de tener dinero, sino más bien de darnos un permiso a quedarnos quietos, de ser en vez de hacer. Espero con este artículo contribuir a cambiar un poquito narrativas que nos sofocan y binarismos que nos aplastan.
La quietud física o “mantener la pose”
Una clase de yin yoga inspiró que escriba este texto. Yin yoga es una práctica en la que las poses se mantienen por hasta 5 minutos, sin moverse o moviéndose solamente para corregir la pose si hay dolor. La profesora nos indicó una pose de rodillas (conocida como “el niño”), y luego dijo que “quedarnos quietos es un lujo”. Para alguien como yo, que por años me auto-definí como impaciente e incapaz de quedarme quieta, la frase llegó a cuestionar algo profundo de mi ser mientras respiraba hondo.
No estoy aquí para dicotomizar: por supuesto que hay beneficios en moverse, en hacer trabajar los músculos, las articulaciones y todas las partes de nuestro cuerpo. Pero ahora también puedo ver que hay un beneficio en no-moverse, en buscar aquello (en el caso de yoga, una pose) en la que el cuerpo se pueda relajar y aliviar tensiones.
Es en el quedarnos quietos, en el mantener la pose, que más conscientes podemos volvernos de un montón de cosas que pasan en nuestro ser, cosas que pueden ser apabullantes: emociones, pensamientos, sensaciones “espirituales”, sensaciones corporales. En un contexto en el que vivimos como si fueran a darnos un premio por estar ocupados, acostumbrados a movernos tanto y a escapar de aquellas cosas definidas como “malas”, ¿nos damos tiempo para reconocer una tristeza o un enojo, para escuchar lo que el cuerpo nos dice con una molestia, para observar los pensamientos que emergen sin juzgarlos y luego soltarlos, dejarlos ir?
El pensar lento
Cuando reviso Google Analytics, veo que el promedio de permanencia en este sitio son 3 minutos y que la mayoría lee desde su celular. ¿Qué se puede pensar en 3 minutos? Como lectores, ¿cuánto llegamos a procesar / internalizar de todo aquello a lo que nos exponemos en nuestras pantallas? Lo que planteo es casi lo opuesto a procrastinar mirando muros de Instagram o Facebook o la nueva red social de moda del momento.
Sucede en nuestros trabajos: ¿cuántos de ustedes tienen el lujo de entregar un reporte, un escrito, un producto, sintiendo que pudieron dedicarle todo el tiempo que querían? ¿Debería ser un lujo acaso, el poder hacer lo que nos pagan por hacer con suficiente tiempo? Sucede en las universidades también: académicos e investigadores a los que se les exige cantidad de papers publicados, y no se los evalúa por la calidad de sus ideas ni por el tiempo que se toman en enseñarlas. Sucede en las escuelas: uno tiene una semana para entender un tema, y luego evaluación multiple choice. Sucede en los trabajos creativos y sucede en los medios de comunicación. ¡Si hasta sucede en el supermercado en algunos países! Ya casi no hay fila en la que esperar y reflexionar sobre la “inmortalidad del cangrejo” (un dicho de mi abuelo sobre el pensar en cosas un tanto inútiles).
¿Cuántas veces nos tomamos el tiempo para pensar lo que vamos a responder a alguien o para escribir una postal? ¿Cuántas veces en una semana experimentamos el lujo de leer un libro sin prisa, de conversar sobre una película con un ser querido y reflexionar sobre lo que acabamos de mirar?
El viajar lento
Hay mucho escrito sobre el viajar lento, y sin embargo solo recientemente leo a mis amigos viajeros decir “al final sí estaba bueno el crucero” o “ahora entiendo mejor por qué las personas van a un all inclusive”. Para toda una generación de viajeros que crecimos con el ideal del mochilero que da la vuelta al mundo en ochenta días, la idea de viajar lento por nuestro propio país o cuestionar la dictadura del viajar puede hacernos ruido.
Trabajo como editora de esta página web y aún escucho continuamente a escritores de viajes decirme que no tienen tiempo, que hicieron un “press trip” de 4 días al otro lado del mundo, que están cansados y mal dormidos. Así que si, incluso entre los que viajan como medio de proveer su existencia (cosa que se considera un lujo), quedarnos quietos en un sitio, viajar lento, a la velocidad de una bicicleta, o de lo que nuestros propios pies pueden llevarnos, es un lujo en sí mismo.
Hoy me encuentro en Melbourne, Australia, y la expectativa de amigos y desconocidos con los que hablo es que me mueva, que recorra toda Australia si puedo, que “pasee”, que “¿por qué también no aprovechas las ofertas de vuelos y vas a Bali?”. Es como si “viajar” fuese ir a un museo pero no a un supermercado, recorrer un parque nacional pero no una zona residencial que aún no tiene motivos para ser famosa, o disfrutar de un festival de música pero no de una clase de danza.
Hoy -lo entiendan los demás o no- teniendo la posibilidad de viajar por el mundo, elijo quedarme quieta y eso me enfrenta a mis propios prejuicios sobre quedarme quieta. Elijo estar alquilando una casa donde tengo todas mis cosas y no vivir en una valija. Elijo que mi domingo consista en ir a una clase de yin yoga y cocinarme, y veo a eso como un lujo. No digo que sea así siempre, pero por lo menos ahora “quedarme” y “enraizarme” es una opción entre las posibles formas de vivir-viajar.
Mi querido Julio Cortázar pudo señalar claramente este tema cuando escribió el famoso cuento “Autopista del Sur”. En el cuento, el escritor plantea qué podría pasar si la autopista -aquella solución científico-técnica para movernos lo más rápido posible por la ciudad, aislados de todo y de todos en nuestros automóviles-, de repente sufre un atascamiento que se prolonga por meses. Y lo que podría pasar es, entre otras cosas, el re-surgimiento de lo comunitario y de las relaciones interpersonales.
El ir despacio en las relaciones con los otros
No voy a hablar de Tinder y de sexo casual, aunque podría.
Prefiero enfocarme y escribir sobre el tiempo que puede tomar, a veces, construir una relación de confianza y aprender a comunicarse con el otro (y cómo en este vivir rápido no honramos esto). ¿Cuántas veces nos tomamos el tiempo para comprender qué quiere decir el otro con lo que dice? ¿Cuántas veces apreciamos lo que hemos invertido en tiempo y energía en construir un lenguaje compartido con un amigo?
Prefiero resaltar, hoy, la importancia del estar quietos y en silencio, sin celular, sin reloj, para escuchar a ese otro que tenemos delante nuestro. Escuchar profundamente. Escuchar a veces sin compartir lo que dice, pero también sin interrumpir ni imponer nuestra mirada. Escuchar hasta comprender qué le trae alegría y qué dolor. Escuchar con amor, con compasión.
Hay méritos en ir despacio. Pasé 32 años en entender esto, lamentandome porque las cosas no sucedían a la velocidad a la que a mi me gustaría que sucedan. Podría decir que me tomó demasiado tiempo ver que hay méritos en ir despacio, pero claro, caería en una paradoja.
Hay mucho que ganar en ser paciente: ser paciente con uno mismo, ser paciente con el otro, ser paciente con el movimiento. Como me recordó recientemente una buena amiga, “ser paciente no es ser pasivo; todo lo contrario, ser paciente requiere ser activo, porque la paciencia es fortaleza concentrada”. Espero seguir dándome permiso para practicar esta clase de fortaleza. Y como dije al inicio, espero con este texto contribuir a cuestionar binarismos que nos aplastan.
Si llegaron a leer hasta acá, lo que probablemente llevó más de 3 minutos con paciencia y compasión para comprender qué quise expresar, les digo “gracias”. ¡Y los leo atentamente en los comentarios!