En plena época de lluvias, cuando en la CDMX sentimos todo el rigor de Tláloc que nos pide como sacrificio nuestra ropa o automóvil recién lavados, es buen momento para recordar que las lluvias torrenciales y las inundaciones no son cosa nueva. En la esquina de Madero y Motolinia (Centro Histórico), se encuentra el mascarón de un felino. La mayoría de la gente pasa sin ponerle atención ni saber que es el indicador mudo de la altura que tuvo la peor inundación que sufrió nuestra ciudad, ocurrida en la época colonial. Aquí te contamos la historia.
¿Sabías que la Ciudad de México estuvo inundada durante cinco años?
Tal fue el impacto, que mantuvo a la ciudad prácticamente abandonada durante cinco años, lo que orilló a las autoridades de la época a considerar seriamente cambiar la capital hacia Tacubaya o Coyoacán.
La ciudad colonial de México creció sobre la antigua Tenochtitlán, que fue fundada sobre un lago y rodeada de cuerpos de agua y lagunas. Casi desde su fundación sufrió inundaciones, por lo que las autoridades pensaron en mudarla, pero nunca se pusieron de acuerdo.
El crecimiento desmesurado y la geografía del llamado Valle de México, sin salida natural para sus aguas hacia tierras bajas o al mar, obligó a planear y construir salidas para esa agua que año con año la inundaba. Las temporadas de lluvias fueron muy abundantes en los años de 1555, 1580, 1607, 1615 y 1623, que ya presagiaban el desastre que estaba por llegar.
Poco a poco los españoles lucharon contra el difícil paisaje lacustre, antagónico al ideal urbanístico que habían imaginado. Buscaron contener el agua de los lagos vecinos con diques, pero esa solución no bastaba. Al subir el nivel, los lagos causaban trastornos en la población que se asentaban en torno a ellos y representaban el peligro inminente de un desbordamiento violento en la gran ciudad.
El Doctor en Historia Bernardo García Martínez escribió, en la revista Arqueología Mexicana, el artículo “La gran inundación de 1629” (Núm. 68, pp. 50-57). Allí describe la mala situación que enfrentaba la Ciudad de México desde l627 y, como solo dos años después, una serie de aguaceros torrencialmente excepcionales conocidos como la tromba de San Mateo (21 al 22 de septiembre de 1629, con 36 horas de lluvia continua) lograron que “de la orgullosa y prepotente ciudad de México sólo emergía un pequeño pedazo alrededor de la plaza mayor”. El casco urbano quedó hundido y el agua llegó a tener una altura de dos metros. Hubo centenas de muertes y las casas mal construidas de los más pobres, colapsaron.
Los pudientes (la clase alta de la ciudad) se refugiaron en los pisos altos de sus casas y se hicieron de canoas para que sus criados pudieran salir de sus casas a buscar provisiones y realizar mandados.
Las autoridades no daban a basto con la ayuda a los damnificados y no se pudo evitar el descontrol tanto en precios como en la distribución de alimentos. Además, hubo que reubicar los mercados a las zonas más altas y lejanas. Se levantaron puentes de madera y, con la tecnología de la época, se bombeó el agua fuera de algunos recintos.
Se creó una junta especial para analizar y buscar soluciones a los efectos secundarios de la catástrofe, y se decidió otorgar un préstamo de 6,000 pesos para comprar comida y distribuirla diariamente en los barrios más afectados.
Las celebraciones religiosas, misas, tedeums y rosarios se llevaban a cabo en las azoteas de las casas principales y en los conventos. Entre la población se corría el rumor de que las fuertes lluvias eran el castigo a los pecados que se cometían diariamente en la ciudad. Por esa razón, el arzobispo don Francisco Manso y Zúñiga permitió llevar en canoa la imagen de la Virgen de Guadalupe desde su Basílica hasta el centro de la ciudad.
Se estima que murieron unas 30.000 personas durante la desastrosa inundación y como consecuencia de enfermedades asociadas al ambiente insalubre, la mayoría de indígenas y esclavos. En esa época la ciudad tendría entre 150.000 a 175,000 habitantes y se supone (porque no hay estadísticas verídicas de esto) que al menos unos 50,000 habitantes se mudaron en su mayoría a Puebla y, en menor medida, al Estado de México y otras ciudades de provincia.
El periodista y escritor Héctor de Mauleón rescató los escritos de Alonso de Cepeda y Fernando Carrillo que en la época de la inundación describieron lo sucedido: “El cuerpo de agua fue tan grande y violento en las plazas, calles, conventos y casas, que llegó a tener dos varas de alto por donde menos”. No había otro modo de ingresar a las casas más que por las ventanas del segundo piso. Para confortar un poco a los vecinos, los sacerdotes celebraban misas en las azoteas de los conventos: los fieles los escuchaban desde sus propias azoteas, en medio de lágrimas, sollozos y lamentos”. Las reservas de granos se habían arruinado. Hubo saqueos en las casas abandonadas. El pueblo, obligado a beber agua contaminada, fue víctima de las enfermedades.
El gobierno virreinal buscó hacer uso de la memoria indígena, pensando que sabrían de la existencias de algún sistema de desagüe, ofreciendo incluso una recompensa de cien mil pesos, ya que existía una leyenda que hablaba sobre un sistema de desagüe por el rumbo de Pantitlán, que se habría construido en tiempos de Moctezuma, quien se había muerto guardando el secreto.
A dos años de sucedida esta tragedia llegó de España una Cédula Real que urgía al Virrey en turno “a mudar la ciudad a sitio mejor y más cercano”. Estos lugares podrían ser: Tacuba, Tacubaya, Coyoacán o San Agustín de las Cuevas. El Cabildo llegó a la conclusión sobre la imposibilidad de cambiar la ciudad capital de la Nueva España, dado que ya se habían invertido unos cincuenta millones de pesos. Además, hasta esa fecha, se habían construido veintidós conventos e igual número de templos, ocho hospitales, seis colegios, una catedral, dos parroquias, la llamada Casa Virreinal, el Arzobispado, una Universidad, un Santo Oficio, varias cárceles y muchas obras públicas.
De Mauleón y Rafael Pérez Gay dicen en su libro “Ciudad, sueño y memoria” (Ediciones Cal y Arena) que, gracias a esta decisión del Cabildo: “nos quedamos atados para siempre al destino incierto de la Muy Noble y Muy Insigne y Muy Leal Ciudad de México. De esa forma se nos uncía a un futuro de inundaciones cíclicas, hundimientos continuos y desastres inevitables. De esa forma se nos encadenaba, también, al soberbio valle donde dormía, se perpetuaba, se gestaba y sobrevivía, en palabras de Salvador Novo, la grandeza de México”.