Situado en el primer cielo de los trece que componen el plano celestial para los nahuas, se encontraba el Tlalocan, que se traduce como “recinto de Tláloc”, el paraíso del dios de la lluvia.
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Al Tlalocan llegaban las almas de las personas que habían fallecido por cuestiones que tuvieran que ver con el agua: lluvias, inundaciones, lepra, gota, sarna, frialdad, rayos y deslaves. Esto según lo que relata Bernardino de Sahagún en su obra “Historia general de las cosas de la Nueva España”.