Crédito: holamondook

10 costumbres argentinas que perdí viajando por Asia

Asia Argentina
by Sebastián Defeo 27 Jan 2018

Pasó sin quererlo. Pero entendeme: hace casi dos años que no piso Argentina. De una forma u otra, tarde o temprano, queriéndolo o no, iba a pasar. Iba a perder mis costumbres argentinas.

Viajar es enfrentarse a lo nuevo pero es también dejar atrás. Y uno no siempre puede elegir con qué se queda y qué se va.

Estos dos años por Asia con Cecilia, mi compañera de viaje, son una gran patada de tablero que me pegó (y sigue pegando). Logró arrancarme muchas costumbres que creía inarrancables -supongo que “inarrancable” puede ser una palabra-. Al fin y al cabo, de eso se trata, de darse cuenta que nada está escrito sobre piedra. Ni siquiera nosotros mismos.

1. Asado: pasado pisado.

Al comienzo fue dificilísimo. Cada vez que sentía olor a humo se me estrujaba el pecho. Porque yo no quería un asado. No. Yo necesitaba un asado. Lo necesitaba casi más que respirar.

A veces con Cecilia teníamos charlas larguísimas en las que fantaseábamos con estar de vuelta en Argentina y hacer un asado. Discutíamos sobre a quiénes invitaríamos y, más importante, qué cortes de carne pondríamos sobre la parrilla.

“No podés comer todo eso”, me decía a menudo ella.
“Puedo”.
“Sé realista. No podés comer vacío y entraña y morcilla y chinchulín y tira y riñón y bondiola y choripán y sánguche de paleta”.
“Te olvidaste la provoleta y el lechón”.
“No hay forma de que te entre todo eso”.
Yo desviaba mi mirada al horizonte, angustiado, ocultando a las lágrimas que acampaban en mis ojos. “Bueno, tenés razón,” susurraba apenas. “Que sea nomás medio choripán y medio sánguche de paleta y saco la… la… la puta madre, no puedo elegir. Quiero comer hasta estallar”.

Pero el tiempo pasó. Visitamos otros países, probamos otras comidas, aprendimos cosas nuevas, vimos al mundo desde rincones diferentes. Y de a poco empezó a pasar lo inimaginable…

Crédito: holamondook

El asado nos parecía algo raro. Amigos nos mandaban las fotos de las parrillas con ellos sonriendo orgullosos como si estuvieran al lado de su hijo que se está graduando en vez de estar al lado de una ridícula cantidad de trozos de cadáveres.

Porque aceptémoslo: es una cantidad ridícula. Nadie come así en el resto del mundo. Nadie. Acá le ponen carne a todo pero como muchísimo cien gramos por persona mezclados con varias verduras y los infaltables fideos o arroz. Nosotros le calculamos medio kilo por cabeza. Medio kilo. Medio. Kilo. Medio. Y a eso sumale la picadita mientras se cocina. Claramente se nos quedó en la sangre la hambruna de los inmigrantes que llegaron y vieron que había vacas y encima baratas, y comieron como si no existiera un mañana.

De repente, al año y medio de habernos ido, nos tocó cuidar una casa en Singapur. La dueña era una australiana que se volvía por unos días a visitar a su familia. “Me sobró comida”, dijo. “Ustedes en Argentina comen mucha carne, ¿no? La carne australiana es muy buena. Me sobró de un asado que hice. Pueden comerlo”.

Esa misma noche la calenté. Fui hacia ella con familiaridad y desesperación, como un reencuentro con un ex al cual no se pudo olvidar.

Y no tenía gusto a nada.

O sea, sí, era rica. Era como una carne de un asado nuestro. Pero…

“Faltaría un curry”, dijo Cecilia.
“Alguna salsita picante”, acepté.

Porque ese es el tema. Viajar es cambiar. Y uno no puede controlar qué cambia y qué no. Sin darte cuenta, puede cambiar hasta la comida y el ritual que más amabas en el mundo.

2. Indignarse.

La unidad de tiempo más corta es la que pasa entre el instante que el semáforo deja de estar en amarillo y alguien toca una bocina. En Argentina, al menos.

Venimos con el chip de la indignación inmediata. Si la cola del banco es lenta, si el tránsito es un caos, si alguien twittea una burrada: en seguida habrá multitudes bufando, mascando odio, diciendo que “esto seguro en Europa no pasa”. No me importa Europa.

Acá, en Asia, si pasa, pasa. Habrá habido algún problema, suponen. Si el que maneja delante mío frenó de repente debe haber sido por algo, no hay necesidad de llenarle la cola de bocinazos. Si el bote se detuvo y después de una demora de horas tiene que volver en vez de llegar a destino, bueno, seguro fue una falla, no es conveniente pero no puedo hacer nada al respecto. Ah, la tranquilidad de vivir sin sentirnos que somos el centro del universo y que todo pero absolutamente todo nos ataca en un nivel personal.

3. Al pan nada y al vino, tampoco.

Los panaderos anarquistas españoles que llegaron a la Argentina nos dejaron algo más que nombres provocadores para sus creaciones como “bolas de fraile,” “vigilante,” “cañoncitos,” “bombas” o “suspiro de monja”. Nos dejaron una insuperable adicción a la harina de trigo.

Sánguche camboyano. Crédito: holamondook

Salvo en algunas excepciones como Laos, Vietnam o donde sea que haya indios, olvidate del pan. No existe esa panera que siempre tenés al lado. No existe la pizza, la pasta y los sánguches. Al menos, claro, que en un lugar turístico consigas un negocio occidental y quieras pagar mucho más de lo que pagarías por cualquier plato local, o que te interese viajar hasta el otro culo del mundo para probar lo mismo que tenés en tu propio culo del mundo. Pero si no, olvidate del pan.

Pan Malayo. Crédito: holamondook

Lo mismo con el vino. Acá es caro y fuera de cualquier presupuesto mochilero. Pensé que nunca me iba a despedir del vino pero acá estoy, con los ojos llorosos, agitando un pañuelito en alto, viéndolo perderse del otro lado del horizonte. A menos, claro, que me mandes vino por encomienda.


Ah, vino tinto. Cuando te tenía cerca en Argentina nunca te abrazaba ni te confiaba el amigo entrañable que sos. Pero la distancia me hizo recapacitar. Te amo, carajo.

4. Saludarse con un beso.

Le dimos un besito chau chau a saludarse con un beso. Acá en Asia el contacto físico es bastante tabú y encima cada religión tiene su propia frontera.

Por ejemplo, en un país budista, sacudirle el pelo a un nene a modo de simpático saludo es horrible. La cabeza es la parte más sagrada y no debe ser tocada por cualquiera ni de cualquier forma. Para los musulmanes ortodoxos, darle la mano a alguien del sexo contrario está mal. Así que olvidate de ir por la vida saludando con un beso y un abrazo y pellizcando nalgas.

Acá podemos ver una pareja vietnamita que, para osar darse un beso en público, se taparon con una campera. Crédito: holamondook

5. Caminar agarrados de la mano.

Cada tanto hay alguna pareja asiática en una gran ciudad que caminan agarrados de la mano. Pero después, millones y millones y millones no lo hacen. Así que, por mímica inconsciente, de a poquito con Cecilia dejamos de hacerlo (o casi).

Pasó que en un momento del viaje nos habíamos olvidado que las parejas caminaban así. Estuvimos muchísimo tiempo sin ver a otro occidental hasta que de repente dimos con un matrimonio. Iban agarrados de la mano.

Después de meses de no haber visto ese gesto, nos resultó tan infantil y ridículo. Dos personas adultas que no pueden soportar ni un instante sin tener contacto físico y necesitan agarrarse del otro para no caer al vacío mismo de la existencia y cosita linda cuchi cuchi yo te amo y quiero que todos los que nos vean lo sepan, que no duden si somos amigos, socios o dos desconocidos que por una asombrosa coincidencia caminan a la misma exacta velocidad en la misma exacta vereda sin uno pasar al otro… Quiero que sepan que te amo y que ando por esta vida agarrado de tu mano o nada y, sí, los nenes caminan de la mano y sí, soy una persona adulta, pero no me importa porque lero lero yo te amo.

Así que, si bien perdimos la costumbre, cada tanto con Cecilia nos acordamos que ir de la mano es una posibilidad y lo volvemos a hacer. Y nos miran como si fuéramos dos nenes pelotudos. Pero bueno. Así es el amor.

6. Sobremesa.

No sé de dónde viene esa costumbre que tenemos de la sobremesa, de charlar y charlar y creer que charlando sentados podemos cambiar al mundo sin mover el culo. Pero la tenemos. Podemos estar horas después de haber comido, con un cafecito bajativo o buscando el milagro restaurador en una taza de té de tilo. Bueno, acá no. En Asia se come y a otra cosa mariposa.

Hay familia con la que se nace y hay familia a la que se encuentra en el camino. . Hoy tuvimos el honor de que nos invitaran a un almuerzo exclusivo para miembros de un templo. . Y nos permitan atestiguar una ceremonia. . Y nos expliquen con lujo de detalle cada cosa que veíamos. . Y nos regalen un calendario. . Y una cantidad interminable de dulces tradicionales chinos. . Y nos lleven a una cueva donde hicieron de guías turísticos convidándonos información. . Y nos inviten a tomar agua de coco en un puestito al costado de la ruta donde aseguraban se tomaba el mejor coco. . Y a pasear por el pueblo. . Y a cenar sus platos favoritos. . Y traernos de vuelta al hotel. . Y prometernos un desayuno único mañana. . ¿Porque qué otra cosa se puede hacer con la familia con la que se nace y con la que se encuentra en el camino? . ¿Qué otra cosa se puede hacer más que compartirlo todo?

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Comer a la par de locales implica no sólo intentar dominar los palitos en vez del habitual cuchillo y tenedor, sino comer lo suficientemente rápido que ellos porque, en el instante que den el último bocado, van a salir disparados.

7. Desayuno y merienda.

El desayuno y la merienda en Asia existe y a la vez no. Es decir, se come en esos horarios pero lo que se come no varía de lo que podrías comer de almuerzo o cena. Salado siempre. O un plato de fideos o de arroz o sopa o lo que sea. Pero un buen plato de comida.

No te lo voy a negar: me costó desayunar una sopa de fideos. Pero después de dos años me di cuenta que es el paraíso. La idea de desayunar unas tostadas o merendar unas galletitas me da escalofríos.

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8. Horarios y comidas nocturnas.

Nos miran horrorizados. “¿En Argentina cenan a las diez de la noche?”, dicen.

“A veces a las once”.

Pestañean sin entender. “Pero… pero…” balbucean, demasiados horrorizados como para continuar.

Acá definitivamente hay otros horarios. Cenamos a las seis de la tarde. Siete como mucho. Cosa de a las nueve picar algo muy chiquito, dos bocados, y tipo diez u once estar en la cama con el estómago vacío, listos para dormir livianos.

Olvidate de juntarte con amigos a tomar algo a las diez y pico de la noche. Acá se empieza bien temprano, se cena bien temprano y se va a dormir bien temprano, así al día siguiente estamos fresquitos como una lechuga.

Cena al atardecer. Crédito: holamondook

9. El chip de la paranoia.

No todas las costumbres se tienen porque se quieren. Muchas se heredan sin que nunca reparemos en ellas, y otras tantas las tenemos porque necesitamos tenerlas. Como el chip de la paranoia.

Ser argentino de una gran ciudad es saber que otros quieren meterte la mano en el bolsillo. Políticos, ladrones, aprovechadores. Por eso estamos siempre atentos de tantear que nuestra billetera siga ahí, en el bolsillo de adelante y no en el de atrás que es más accesible, a presumir que nos van a estafar, a llevar la cartera cruzada que así es menos arrebatable, a andar por la vida como si fuéramos Jason Bourne, constantemente evaluando riesgos y trazando rutas de escape.

Una pareja que nos hospedó en el sudeste asiático nos invitó a almorzar. Cuando le contamos de este chip que tenemos, le dije que mientras comíamos yo estaba atento a seguir sintiendo que mi mochila estaba en el suelo al lado de mi pierna. Pusieron carita triste: “debe ser muy estresante vivir así”.

A veces pensamos que como vivimos es como se debe vivir y nos terminamos acostumbrando a horrores. Por suerte vimos que otra realidad es posible y se nos fue desintegrando el chip. Caminamos siempre despreocupados a cualquier hora del día o la noche, ya sea entre una multitud en hora pico o solos en un callejón oscuro a la madrugada. Como debería ser.

A la reja le pusieron botellas de plástico así podían pasar por encima sin pincharse. Considerados. Crédito: holamondook

10. Postre.

Esta lista no tiene frutilla de la torta, aunque por ahí tiene un “poroto” de la torta. Pasa que en Asia no se acostumbra comer postre. Olvidate de que el menú de los restaurante tenga su infaltable sección golosa. Y en los pocos lugares en los que sí, descubrimos que la frontera entre lo dulce y lo salado es otra. Por ejemplo, es común ver algún postre con granos de choclo o porotos. Al comienzo con Cecilia nos dio un poquito de impresión. Pero después nos terminamos peleando por dividir parejamente los porotos del helado que compartíamos. Es que le quedaban muy bien. A todo se acostumbra uno. Incluso a lo inimaginable.

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Viajar es alborotar nuestras brújulas para darnos cuenta que lo que considerábamos el norte es tan sólo otra dirección más. Las costumbres que tenemos, cómo nos comportamos, qué valoramos, qué no, es todo una construcción. Varían según la geografía, según el tiempo.

Viajar es una de las tantas maneras que hay de mover al dial en nosotros, sintonizar con otras realidades y darnos cuenta lo chiquitos que somos en este mundo, de que aquello que considerábamos inamovible y necesario tal vez no sea tan así.

Viajar es decirle adiós a cosas de las que pensábamos que nunca nos íbamos a despedir.

A menos, claro, que me mandes vino por encomienda.