En la película Antes del amanecer, Céline y Jesse se conocen en un tren. Han salido de Budapest y él se bajará en Viena, desde donde sale su avión de vuelta a Estados Unidos la mañana siguiente. El plan de ella es continuar hasta París, donde vive. Mientras charlan en el vagón restaurante, él le cuenta que lleva dos semanas recorriendo Europa en tren. Cuando Céline le pregunta qué ha sacado en claro del viaje, él dice que en realidad no ha estado nada mal pasarse dos semanas mirando por la ventana. Que se le han ocurrido muchas ideas.
En defensa de viajar en tren
Aunque la película transcurre en el año 94, antes de que todos fuésemos pegados a una pantalla y conectados constantemente, es fácil empatizar con Jesse y su necesidad de estar dos semanas sin hacer nada. Su perfil no es el del mochilero americano haciendo el Interraíl e intentando ver cuanto más posible. Más adelante confiesa que compró ese billete de avión desde Viena y no uno dos semanas antes no porque fuese el más barato, sino porque necesitaba estar dos semanas solo, sin ver a nadie, pensando (acababa de romper con su novia en Madrid). El tren ofrece esa burbuja de tiempo en el que puedes estar a tu aire contigo mismo. Horas en las que no hay mucho más que hacer que leer y mirar por la ventanilla.
Ya no es del todo así, claro. Ahora tenemos un móvil con internet y podríamos pasarnos esas horas haciendo scroll en redes sociales o haciendo una maratón de series o incluso trabajando. Por muy incómodo que sea, parece ser preferible a pasar esas horas en la nada (el todo) de nuestros pensamientos.
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A mí me encanta viajar en tren. Me encanta la idea, por lo menos. Cómo me visualizo antes de un viaje largo pasando esas horas leyendo, escuchando música, escribiendo en un cuaderno y, también, mirando por la ventana y notando cómo cambia el paisaje al salir de un túnel o al salir de una cabezadita.
Por supuesto, idealizo mi propia capacidad de disfrutar de varias horas sentada en un vagón. En un viaje a Madrid hace unos años (7 horas) acabé viendo lo que ponían en la tele de entretenimiento a bordo, un documental sobre One Direction que me convirtió en una improbable experta en la boy band. En otra ocasión, volviendo de Madrid a Vigo, convencí a mis padres para que vinieran a recogerme a Ourense, dos horas antes de llegar (mucho menos tiempo en coche).
El mundo de velocidad y conexión permanente en el que vivimos hace que cada vez fantasee más con ese desplazamiento más lento y con atravesar zonas sin cobertura, pero confieso que hace años que no hago un viaje largo en tren. El trayecto más largo que hago con más frecuencia es el que me lleva a Oporto (dos horas y media).
El tiempo y el dinero
Las excusas, ahora que además tenemos la razón más importante para optar siempre que podamos por el tren (es lo más ecológico), son siempre las mismas.
Viajar en tren es un lujo no solo porque en muchos casos sale más caro que el avión, sino también y sobre todo porque requiere tiempo. No podemos plantarnos en un par de horas en la otra punta del continente. Es lo contrario de todo lo que llevamos años aprendiendo. No optimizamos, no usamos cada segundo, cómo va a ser progreso llegar despacio, perder la mirada en paisajes en movimiento, dejar que el día pase desestructurado mientras el traqueteo nos adormece.
Es como llegar a una sala de espera horas antes de tu cita de forma voluntaria, sabiendo que no nos van a atender antes. Y, sin embargo, a veces también suspiramos por ese tiempo de nada para nosotros mismos.
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En diciembre estuve a punto de hacerlo. Buscando opciones de vuelo para volver de Londres, enfadada por precios, combinaciones y por tener que hacer escala, dije de broma que si tuviera tiempo y dinero volvería en tren. Pocos minutos después estaba apuntando trayectos y precios en mi agenda, investigando cómo sería ese viaje. Si no lo hice fue solo porque iba a llegar a casa un día más tarde de lo esperado y justo un día en el que se me esperaba en un juzgado para ser testigo de una boda.
Las historias que nos da el tren
Es muy posible que sea simple casualidad, pero algunas de mis mejores historias viajeras tienen un tren de por medio. Por mucho que piense, no se me ocurre ninguna en avión.
Mi preferida es la de cuando me monté en un tren en Salzburgo a las 4 de la mañana con mi primo Andrés esperando despertar a las 9 en Praga y nos despertamos a las 8 en Viena. Fin de trayecto. Nos habíamos subido en el vagón equivocado y nadie nos lo dijo, pero nos permitieron ir hasta Praga sin pagar un nuevo billete. Pasamos el día saltando de tren regional en tren regional, siguiendo el recorrido en un mapa, comiendo sardinas en lata y Pringles y viendo cómo escolares austríacos con mochila se subían en el tren y bajaban pocos kilómetros después.
No voy a mentir y decir que en el momento me lo tomé bien —odié Viena durante unos años—, pero una vez que acepté que no había mucho remedio y que me esperaba un día en tren, creo que lo disfrutamos. (Lo de confundirme de tren y acabar en otro lugar me ha pasado más veces porque tengo cierta facilidad para el despiste en los andenes, parece ser).
Otra vez, como Jesse y Céline pero sin la historia de amor (lo siento), conocí a un chico en el tren de Boston a Nueva York. Se sentó a mi lado, me dijo cuando nos despedimos, por mi jersey amarillo. Hablamos de nuestras vidas, del mundo laboral en el que él temía entrar (era estudiante de Medicina), de su novia, de si el grupo sanguíneo influye en la personalidad (él creía que sí; yo no soy tan mística), de viajar. Nos hicimos amigos en Facebook y ahí vi cómo le pedía matrimonio a su novia y veo a veces las fotos de su bebé. Qué rara es la modernidad.
Pienso en otros trenes. Recuerdo aquel en el que fuimos de noche de Praga a Wroclaw, en Polonia, en pleno invierno, y cómo algunos compartimentos no tenían calefacción y te congelabas y en otros salía un aire muy caliente por el asiento y te quemaba. Recuerdo una estación de tren desierta y cubierta por la nieve. O aquella vez que hice uno de los trayectos más bonitos de Europa, el que une Oslo y Bergen, y no vi nada porque me quedé dormida.
Cada vez que fantaseo con lo de que mi próximo viaje por Europa sea solo en tren, me topo con el inconveniente de salida, el de vivir en una esquinita del continente históricamente mal conectada por tierra con el mundo. Pero también pienso que si la idea es darme tiempo y respirar hondo, eso no debería ser un inconveniente.
Otras ventajas de viajar en tren:
- Es más cómodo
- Es más ecológico
- No hay turbulencias
- Tienes sitio para las rodillas
- No se te taponan los oídos
- Puedes pasear más por el pasillo
- Tu equipaje va contigo
- No tienes que pasar un gran control de seguridad
- La estación no está a las afueras
- Tienes menos miedo a morir durante el trayecto